Las protestas contra el gobierno de Manuel Merino en Perú guardan múltiples paralelos con las que tuvieron lugar en otros países. Uno primero tiene relación con los efectos políticos de la pandemia. Según el informe “Democracia bajo Cuarentena” de Freedom House, desde el inicio de la misma el estatus de la democracia y los derechos humanos sufrió un deterioro en 80 de los 192 países estudiados. Pero ese, a su vez, fue uno de los factores que propiciaron movilizaciones de protesta. Así, según ese informe, pese a que en 158 países se establecieron restricciones a las demostraciones públicas, en cuando menos 90 de ellos se produjeron “protestas significativas” durante la pandemia.
Esas cifras coinciden con los hallazgos de algunas investigaciones. Por ejemplo, según Paul Almeyda, cuando se quiebran en forma inesperada normas socialmente valoradas (v., el deterioro democrático), ello generaría un “shock moral” que induce a la protesta. Y, como señala Omar Coronel, cuando ese deterioro coincide con una represión desproporcionada en un contexto que aún calificaría como democrático, ello también induce una mayor participación en las protestas. Eso es algo que ya habían demostrado las protestas de 2019 en nuestra región, pero que el gobierno de Merino pareció ignorar.
El que una amplia mayoría de quienes participaban en las protestas fueran jóvenes que empleaban medios sociales como forma privilegiada de comunicación y coordinación también coincide con lo visto en otras partes. En países desarrollados, por ejemplo, los jóvenes son menos proclives que la media a ejercer su derecho al voto, pero más proclives a participar en protestas. Y en el Reino Unido sólo 3 de cada 5 personas menores de 25 años obtienen sus noticias de la televisión, por oposición a 9 de cada 10 entre los mayores de 55. Los escuadrones encargados de desactivar bombas lacrimógenas que vimos en las calles de Lima aprendieron a través de medios sociales de la experiencia de los jóvenes en Hong Kong. La politización en Perú de medios sociales que parecían tener fines más bien lúdicos (como Tik Tok o Instagram), fue algo que ya tenía precedentes. Por ejemplo, aquel en el cual coordinaron la adquisición de entradas a un mitin de campaña de Donald Trump, induciéndolo a creer que habría una presencia masiva de seguidores, para finalmente descubrir un auditorio con escaso público. Bajo regímenes autoritarios, los mensajes encriptados de aplicaciones como Telegram permiten a los manifestantes estar un paso delante de las fuerzas del orden.
También hay paralelos en el empleo de formas de organización que ya existían, pero que no tenían en su origen fines políticos. Por ejemplo, la participación en primera línea (la más expuesta a la represión), de integrantes de las barras de los principales equipos de fútbol profesional. Eso es algo que ocurrió en Lima pero que vimos antes en las calles de Santiago de Chile. Y, aún antes, es algo que había ocurrido en 2011 en las calles de El Cairo, cuando las barras de los equipos rivales de esa ciudad (Al Ahli y Zamalek), declararon una tregua para unir fuerzas en las movilizaciones que concluyeron con el derrocamiento de Hosni Mubarak.
Pero la experiencia egipcia, a su vez, muestra una diferencia sustancial con las movilizaciones en Perú. Así, las protestas iniciales fueron convocadas por jóvenes de estratos medios a través de las páginas de internet “Todos Somos Jaled Said” (un joven asesinado por la dictadura de Mubarak), y la del “Movimiento Juvenil 6 de abril”: este último surgió como un grupo de respaldo a huelgas fabriles convocadas por sindicatos de trabajadores en abril de 2008. En el caso peruano, el movimiento juvenil no estableció nexos con el movimiento sindical. Por ejemplo, según Omar Coronel, mientras los hashtags contra el gobierno de Merino tuvieron decenas de millones de vistas en Tik Tok, aquellos vinculados a las recientes protestas de trabajadores agropecuarios apenas superaron las decenas de miles.