El mundo está viviendo un peligroso experimento. Con la crisis financiera de 2008, los bancos centrales abandonaron los manuales tradicionales de política monetaria y se convirtieron en los auténticos protagonistas de las políticas de estabilización, garantizando liquidez infinita a precios en mínimos históricos, embarcándose en una expansión monetaria tan espectacular y sostenida que ya no puede calificarse de no convencional. Cuando parecía que las aguas volvían a su cauce, y los balances de los bancos centrales empezaban a reducirse, llegó la pandemia y con ella una nueva expansión monetaria. Pero esta vez generalizada también a economías emergentes y acompañada de una expansión fiscal inédita. Y todo ello bendecido por los mercados financieros y avalado por los tradicionales vigilantes. Con cifras del Fondo Monetario Internacional (FMI), los déficits públicos nacionales han aumentado de media más de 10 puntos porcentuales en 2020 y la deuda pública ha crecido unos 30 puntos del PIB.
Tipos de interés en mínimos y déficits públicos en máximos son hoy una constante en todas las regiones del mundo, y se predican como la respuesta política adecuada a estas circunstancias sociales tan extraordinarias. En los países emergentes, estas políticas tan expansivas solían terminar en procesos altamente inflacionarios, problemas de financiación externa y crisis de balanza de pagos, dolarización, burbujas financieras, crisis bancarias y largas recesiones.
Sin embargo, ahora todo parece diferente. Como si el mundo −los mercados, los académicos y los políticos− quisiera liberarse de la maldición implícita en el título del ya clásico libro de Reinhart y Rogoff y aceptara la ida de que en la nueva normalidad todo será diferente, también la política económica. Lo cierto es que hoy la ortodoxia monetaria ha cambiado, a juzgar por la actuación de la Reserva Federal o del Banco Central Europeo, y proclama una barra libre monetaria justificada en la hipótesis del estancamiento secular y una tasa neutral de interés cero o negativa. Y también la ortodoxia fiscal.
Los guardianes de la ortodoxia, simbólicamente representados en ”los hombres de negro” del FMI, corren ahora a recomendar a los gobiernos que gasten para paliar los efectos sociales y económicos del COVID-19 y llegan a reñir a aquellos que como México, paradójicamente, aun creen que su tradicional vulnerabilidad externa les aconseja algo de cautela fiscal, aunque no disminuyan su intervencionismo. El argumento es muy sencillo y parece inapelable, con estos tipos de interés tan bajos los costes de la deuda pública son prácticamente nulos y es casi una irresponsabilidad no aprovecharlos para satisfacer las inmensas demandas sociales, déficits de infraestructura y necesidades sanitarias.
Según este nuevo consenso de Washington y Cambridge, Massachusetts, los tradicionales problemas de financiación de los déficits públicos en economías como las latinoamericanas se diluirían en un horizonte de tipos de interés cero o incluso negativos durante décadas, y los miedos al resurgir de la inflación se disiparían ante la fuerza imparable de la globalización, la digitalización y el envejecimiento de la población. Los tipos bajos supondrían, vía efecto expulsión, una permanente disponibilidad de capitales para la región y la creciente competencia global eliminaría toda presión salarial que no se asiente en aumentos de productividad. La lección de estos años es que las políticas de demanda agregada pueden aplicarse durante mucho tiempo sin provocar inflación. El mensaje a los gobiernos es claro y directo: resuelvan los problemas y gasten pues, sin límite. No se trata de un eslogan populista sino la recomendación de la nueva ortodoxia económica. Descubierta la nueva piedra filosofal, solo gobiernos irresponsables, ignorantes o malvados pueden resistirse a su utilización. Los antiguos límites al déficit público o a la deuda son reliquias de otra época y la modernidad fiscal requiere mayor grado de autonomía y discrecionalidad.
El problema de esta visión idílica de la nueva normalidad es que el costo de equivocarse es muy alto. Si por alguna razón volvieran los problemas de inflación o las dificultades de
financiación, América Latina quedaría en una situación muy vulnerable. Un gasto público estructural sustancialmente más alto, recurrente y muy difícil de reducir, y una deuda pública en niveles que se aproximarían a los de los países más desarrollados, pero con mercados de deuda menos líquidos y menos creíbles; cerca del 80% del PIB en estimación del FMI para 2021, la mas alta entre los países emergentes. No hay garantía alguna de que los tipos de interés a los que se financia la región sean perpetuos. Las fuerzas estructurales que empujan a la desinflación no son permanentes ni irreversibles, ni su ritmo de cambio, su fuerza, constante.
Tampoco parece prudente confiar en unas primas de riesgo permanentemente adormecidas por compras masivas e indefinidas de deuda de la FED y el BCE, y por la complacencia de unos mercados anestesiados por unos reguladores benevolentes que han concluido que la mejor política posible consiste en aplazar la materialización de los riesgos de crédito y contrapartida a que pase esta pandemia. El peligro no es solo aplazar los problemas de pago y confiar en que la recuperación del crecimiento los limite a un problema de liquidez, sino creer que el riesgo ha desaparecido, que no hay peligro de insolvencias, que las primas de riesgo actuales son sostenibles indefinidamente, que el inversor se ha convertido a la nueva ortodoxia.
El peligro es pensar que la deuda no es problema porque en último caso siempre se puede reabsorber, restructurar, impagar o licuar. Porque eso ya lo hemos visto antes. Y el resultado tampoco será muy diferente, otra década perdida. América Latina ha sido la región mas castigada por el coronavirus; el output regional habrá caído un 5% en 2020 aumentando la pobreza, la desigualad y anunciando tensiones políticas. Confiar en soluciones mágicas, indoloras, casi milagrosas, es una tentación explicable. Más aún si pueden ampararse en una apropiación ad hoc de la nueva ortodoxia, ya de por si discutible para las economías avanzadas pero que sería letal de estar equivocada, para las emergentes. La región no debe olvidar que sus problemas económicos son anteriores a la pandemia, y hunden sus raíces en su mal comportamiento en términos de productividad, de capital humano, y de desarrollo institucional, en sus múltiples reformas estructurales pendientes. Esperar que más expansión monetaria dinero, más déficit y más deuda solucionarán esos problemas es más que una ingenuidad, una irresponsabilidad, un experimento sin gaseosa, un salto sin paracaídas.