La Corte Interamericana de Derechos Humanos acaba de emitir la Opinión Consultiva OC-24/7. Según dicha opinión: “Los Estados deben garantizar el acceso a todas las figuras ya existentes en los ordenamientos jurídicos internos, para asegurar la protección de todos los derechos de las familias conformadas por parejas del mismo sexo, sin discriminación con respecto a las que están constituidas por parejas heterosexuales”.
La opinión es obligatoria para el Perú. En sencillo, significa que tenemos que tomar los pasos necesarios hacia un matrimonio igualitario. Ni siquiera el híbrido discriminatorio de la unión civil es suficiente. El matrimonio entre personas del mismo sexo es una obligación internacional que tenemos que cumplir.
No voy a comentar más de la decisión. Me voy a referir a las reacciones contra ella. Varias la critican y descalifican reflejando homofobias destempladas (“caviares maricones”), fundamentalismos religiosos (incluso con citas bíblicas), conservadurismo irreflexivo (van a destruir a la familia) y hasta machismos enfermizos.
Muchas de esas opiniones me molestan. Algunas me indignan. Buena parte me parecen expresión de la estupidez humana. Pero tengo un deber moral y legal de tolerarlas. No debo empujar una ley que prohíba el derecho a opinar en contra. Finalmente, la libertad de expresión protege hasta la estupidez. Todo derecho individual, como expresión del principio de autonomía, implica tolerancia hacia su ejercicio.
Voy, sin embargo, a plantear una aproximación económica. Como dice el autor Bernard Shaw, “la economía es el arte de sacarle a la vida el mayor provecho posible”. Eso tiene que ver con el matrimonio igualitario.
Si dos personas libres de coacción y adecuadamente informadas contratan para que una obtenga algo de la otra, podemos asumir que ambas mejorarán y que nadie más empeorará. Si valoro la casa de mi vecino en 1.000 y él la valora en 800, si la compro por 900 él mejora, yo mejoro y nadie empeora. La casa pasa de un uso de 800 a un uso de 1.000. Ello es cierto siempre que no se generen externalidades, es decir, que el acuerdo no genere costos a terceros.
En términos generales y con matices, lo que los opositores al matrimonio igualitario alegan es que surgen externalidades: se afecta su moral, se fastidian sus creencias, se amenaza su cultura, o se atenta contra “la naturaleza”.
La misma lógica se aplica al matrimonio. Podemos suponer que quienes se casan mejorarán y no habrá efectos relevantes para terceros. Por eso, casarse es un derecho. Si creen que deberes como la fidelidad, el patrimonio compartido y la convivencia los beneficia, no importa que a otros les disguste. Cada quien es libre de escoger su propio camino a la felicidad.
Si la regla funciona con parejas heterosexuales, ¿por qué no funcionaría para parejas del mismo sexo? Casarse no garantiza la felicidad pero permite escoger un camino para buscarla.
Quienes se oponen dirán que están sufriendo externalidades. Pero eso es un error. Esas externalidades son lo que se conoce como externalidades ‘soft’ o ‘light’. El premio Nobel de Economía Ronald Coase señaló que en las externalidades la causa suele ser recíproca. Si el humo de un fumador me fastidia, hay dos causantes: él por fumar y yo por permanecer a su costado. La pregunta no es quién causa la externalidad (los homosexuales por casarse o los intolerantes por no soportarlo) porque ambos son causantes. La verdadera pregunta es quién puede eliminar la externalidad de manera más sencilla y a menor costo.
Mientras que impedir a los homosexuales casarse puede frustrar su proyecto de vida y felicidad, los intolerantes pueden resolver el problema volviéndose tolerantes. Como bien dice el juez estadounidense Guido Calabresi, a veces la ley nos dice que si algo nos molesta (como la libertad de expresión de los intolerantes) miremos para otro lado.
Así como estoy obligado a tolerar las opiniones en contra del matrimonio igualitario, por más estúpidas que me parezcan, quienes se sienten disgustados por el matrimonio igualitario están obligados a respetar el derecho a elegir de quienes se quieren casar. De lo contrario afectamos su esfera de autonomía, es decir, el ámbito en el que ejercemos nuestra aspiración de realizarnos y ser felices. La única regla admisible para limitar un derecho la enunció el filósofo y economista John Stuart Mill: no causar un daño a otro. Cuando la intolerancia frustra el camino a la felicidad, el daño lo causa la intolerancia, no la libertad.
*Esta columna fue publicada originalmente en el centro de estudios públicos ElCato.org.