Se veía venir. Sin embargo, en lapsos penosos la guerra sucia de las fuerzas oscuras sembró dudas y nerviosismos en muchos frentes progresistas de la lucha electoral. Era la tercera vez que se intentaban remover barreras y cercos, legales e ilegales, para conquistar la presidencia y otros órganos del poder republicano por la vía pacífica. Antes de esta efeméride memorable, pasaron muchos años, varias décadas quizá, de tenacidad democrática con profundas y añejas raíces en todo el territorio nacional. Sin tregua ni pausas -aunque quizá hubo instantes de desilusión con ciertos síntomas de confusión moral-, el movimiento democrático de masas triunfó ampliamente sobre los descompuestos modos y costumbres políticas del debilitado régimen político “prianista”, cuyos efectos sociales y económicos depredadores son evidentes, muy visibles algunos, pero aún ocultos muchos otros.
El incuestionable triunfo electoral de Andrés Manuel López Obrador, el primero de julio, coloca al país en una nueva etapa histórica. Además de la fiesta cívica espontánea -repleta de esperanzas y buenos deseos-, también apareció inevitablemente un listado de desafíos gigantescos. Hay muchas preguntas en el aire, algunas todavía sin respuestas persuasivas. Los caminos del cambio democrático así han sido siempre en la historia de las luchas sociales. Se sabe lo que no se quiere, pero tal vez no se sabe bien a bien cómo alcanzar lo que sí se quiere. La agenda democrática parecía estar acabada hasta esa fecha, pero al día siguiente fue evidente que había que recomponerla, afinarla. Y en esas faenas creo que se anda, cuidando que un triunfalismo infantil no entorpezca una visión realista de un mejor país para todos.
El movimiento vencedor que hoy encabeza AMLO es el resultado irrebatible de numerosas luchas políticas y sociales que en el pasado se opusieron al autoritarismo político, y que asimismo resistieron las gestiones económicas de los gobiernos priistas y panistas que hundieron bárbaramente el nivel de vida de la mayoría de la población. Es la hora de los reconocimientos a los miles de ciudadanos que en el pasado reciente sembraron las semillas de un escenario social diferente, mejor. Hoy también es el tiempo de enaltecer la memoria de los dirigentes democráticos cuya intransigencia ejemplar contribuyó a construir la victoria que muchos hoy celebramos. Valga la mención de solamente dos de ellos: Heberto Castillo y Cuauhtémoc Cárdenas.
Con el afán cavernario de descalificar ideológicamente al movimiento democrático hoy triunfante, se escribió y se habló a raudales con desprecio y repugnancia del populismo y de los populistas para estigmatizar y ridiculizar, sobre todo, a su dirigente y su ideario. El manejo tóxico del término populista, al margen de sus genuinas raíces históricas en el país y en otras latitudes, quiso ofrecer al electorado una visión catastrofista de la vida política y de la situación social que vendría con la eventual victoria de AMLO. Ésta ocurrió holgadamente y las predicciones apocalípticas de los profetas del desastre hoy se están haciendo polvo.
El movimiento democrático, que creció incontenible en unos cuantos meses, cabe explicarlo por dos vertientes que lo impulsaron. Por una parte, la construcción de una extensa alianza de clases sociales en torno a un programa de cambio social basado en la lucha contra la corrupción endémica, la violencia arraigada desde hace doce años y la pobreza abrumadora en la que hoy viven millones de mexicanos. Y, por otra parte, en la propuesta estratégica de construir un nuevo Estado como agente impulsor de una economía mixta con objetivos claros de crecimiento sostenido, estabilidad monetaria y equidad social. Y todo ello reconociendo un entorno mundial globalizado al que hay que mantenerse enganchado, pero con nuevas formas de integración que fortalezcan nuestro mercado interno, resguardando nuestras identidades culturales. En esto último no hay novedades. Las experiencias alternativas al liberalismo económico fundamentalista -que exitosamente se han dado recientemente en otros países- serán un referente imperativo, sin perder de vista ni nuestras particularidades geopolíticas, ni mucho menos las lecciones patrióticas de nuestra historia nacional.
La sucesión presidencial del 2018 se resolvió con una nueva alternancia, cuyo ropaje y esencia expresan una moderna opción política de centro izquierda, afín a la socialdemocracia occidental. Y, como algo sobresaliente, sin renunciar a la herencia ideológica y a los símbolos de identidad nacional surgidos en las luchas populares, en especial los asociados a la Revolución de 1910. La nueva utopía, que apunta hacia la Cuarta República, no es un despropósito. Los poco más de treinta millones de votos a favor del cambio renovador le dan fortaleza y credibilidad a esta nueva utopía nacional. La legitimidad así ganada tendrá que mantenerse en la ruta anunciada. Arriar las banderas de este colosal cambio prometido auguraría, más pronto que tarde, la derrota moral y política de las ofertas políticas triunfantes el primero de julio del 2018.
Como en todo cambio de rumbo, es imprescindible jerarquizar los grandes problemas nacionales, los viejos y los recientes. Los legados del modelo económico y político de inspiración liberal-autoritaria están a la vista. Pero, por paradójico que parezca, no todo es desechable. Las tenaces luchas democráticas, a pesar de las resistencias oligárquicas, dejaron huellas institucionales -de talante progresista- que tienen que ser irreversibles. Valga mencionar el andamiaje legal y organizacional en los derechos humanos, en los procesos electorales, en la transparentación del ejercicio del poder público, en las indispensables aspiraciones ambientalistas, en las garantías irrestrictas a la diversidad sexual, etcétera.
En el terreno de la política económica el reajuste estratégico será complejo y fino, pero es viable y prometedor. Por los caminos de una política fiscal subsidiaria, asumiendo sus restricciones inevitables, es posible darle realismo financiero a la redención, en plazos cortos, de enormes núcleos sociales que hoy se encuentran en una situación lamentable de atraso y vulnerabilidad. El diseño de largo plazo de las políticas redistributivas del ingreso y de la riqueza estarán basadas en el crecimiento sostenido de la producción y de los empleos duraderos, en salarios reales robustecidos y en subsidios eficientes a la educación y a la salud. Estos son los ejes que pueden darle una base material al nuevo proyecto nacional, donde el repunte de la inversión pública será una prioridad inaplazable.
El nuevo modelo económico que viene, según los adversarios y críticos de la propuesta modernizadora de AMLO, no reconoce que el siglo XXI impone duras reglas en el comercio exterior, marcado por una competencia feroz. Falso. Queda claro que este desafío mayúsculo está considerado escrupulosamente. El nuevo enfoque para relacionarnos con Estados Unidos y Canadá, vía un nuevo TLCAN, por ejemplo, es el mentís más contundente a las cuchufletas de los personeros del régimen político que hoy agoniza.