La escasez de estadistas en el mundo, argumentó Napoleón, se debe a la complejidad inherente a la función: “para alcanzar el poder es necesario exhibir absoluta mezquindad, algo que cualquiera puede lograr; pero para ejercerlo es necesario mostrar verdadera grandeza y generosidad”. A casi tres años de haber asumido la presidencia, es evidente que Andrés Manuel López Obrador no entiende (o no acepta) la diferencia: se quedó en la parte de la mezquindad.
En lugar de gobernar, eso que el presidente considera “muy fácil,” se ha dedicado a dividir a los mexicanos, a la vez que avanza una agenda cuya esencia es la eliminación de todo lo existente de las pasadas cuatro décadas. Su actuar es perfectamente explicable, pues se trata de dos proyectos que son incompatibles y que chocan entre sí. El proyecto presidencial reprueba el desarrollo institucional que tuvo lugar en las pasadas décadas.
El presidente está abocado a la construcción de su visión sobre cómo debería funcionar el país. Se trata, en realidad, de la recreación de su memoria histórica: la presidencia de los años 70, etapa de oro de la nación mexicana en la concepción de López Obrador. En aquella era la presidencia era, en esa visión caricaturesca, todopoderosa: el presidente podía imponer su voluntad, lo que garantizaba que el país funcionara, la economía creciera y hubiera orden. Quienes vivimos los setenta sabemos que la presidencia de aquellos momentos −Echeverría y López Portillo− fue una fuente de infinita frivolidad, la economía estaba desbocada (de hecho, ambos presidentes inauguraron la era de crisis que luego se tornaron casi cotidianas) y que fueron justamente ellos quienes iniciaron la era de desorden que luego resultó incontenible.
Un libro sobre el palacio de Versalles afirma que “Luis XIV construyó Versalles, Luis XV disfrutó Versalles y Luis XVI pagó por Versalles”. Algo así le pasó a México a mediados del siglo XX. El desarrollo estabilizador permitió que la economía creciera, los dos presidentes antes mencionados, conocidos como los de la docena trágica, disfrutaron lo que sus predecesores construyeron y los 80 fue la década en que los mexicanos tuvieron que pagar por la lujuria y frivolidad (personal, política y económica) de aquellos personajes.
Los 80 fueron un periodo de convulsión: crisis económica, casi hiperinflación, deuda exacerbada, enorme enojo, desconfianza y repetidos intentos por restablecer alguna semblanza de orden y estabilidad en todos los ámbitos de la vida nacional. Luego de varias tentativas fallidas por retornar a la era del desarrollo estabilizador se acabó por entender y reconocer que esa vía era imposible y que el mundo −y México− habían cambiado en el ínterin. Lo que siguió −la era de reformas tanto económicas como políticas− fue desigual y parcial, pero sin duda restableció alguna semblanza de orden en la economía y la política, aunque en el camino se perdiera el control territorial y del crimen organizado.
Clave en ese proceso fue la construcción de instituciones cuyo objetivo era conferirle certidumbre a la población (como el IFE, una nueva Suprema Corte, el INAI, la CNDH), a la economía (como la Comisión de Competencia) y a sectores específicos (como la CRE, la CNH, el IFT). Algunas de estas instituciones obtuvieron rango constitucional, otras autonomía, algunas resultaron más efectivas que otras, pero todas seguían una lógica común: conferir certeza y constituirse en contrapesos al ejecutivo todopoderoso de antaño. Se trataba (o se pretendía) irle dando forma a una economía moderna y a una sociedad democrática.
El proyecto de López Obrador es exactamente lo contrario: su objetivo es centralizar y concentrar el poder, imponer la visión presidencial y eliminar todo vestigio de independencia, democracia y competencia porque estas son incompatibles con su modelo de país. En consecuencia, es perfectamente explicable que tenga que abolir, neutralizar o eliminar todas esas instituciones, muchas de las cuales, lamentablemente, probaron ser demasiado enclenques para contener el embate presidencial. En su acometida, López Obrador y Trump son muy similares, pero las instituciones estadounidenses, en contraste con las nuestras, probaron ser suficientemente fuertes para contener la embestida.
El problema para López Obrador, pero sobre todo para México, es que su modelo es incompatible con el mundo de hoy y con la realidad cotidiana de una población con aspiraciones y expectativas propias del siglo XXI. Mucha de esa gente votó por López Obrador por creer en él o por hastío respecto al pasado, pero lo que él impulsa no es solo una aventura reaccionaria sino una quimera y un capricho irrealizable. Esto, más que cualquier otra cosa explica la hecatombe electoral que sufrió el presidente.
“La esencia de la democracia,” escribió Deng Yuwen, editor de un periódico controlado por el partido comunista chino, “radica en restringir el poder gubernamental: esta es la razón más importante por la cual China requiere la democracia. La sobre concentración de poder gubernamental sin pesos y contrapesos es la causa última de tantos problemas sociales.” López Obrador comienza a vivir esos mismos retortijones.