Una de las características que definen al gobierno mexicano es su insistencia en el pasado: en franco contraste con sus predecesores, que siempre prometían un futuro mejor, el presidente parece creer fervientemente que en el pasado se encuentra el fundamento de todo lo que sigue. La disputa que ha emprendido por el pasado es, en realidad, una batalla por el derecho a definir el futuro y, sobre todo, las percepciones. Orwell lo decía con claridad: quien define el pasado controla el presente y el futuro. Es decir, el poder político reside en la capacidad para forjar la manera en que la gente percibe al mundo.
La idea de Orwell, también expresada por Gramsci, era la hegemonía ideológica, lo que los estrategas electorales y políticos hoy denominan como “narrativa.” Todos quieren darle forma al discurso como medio de control de la vida pública. En la medida en que todos, o una gran mayoría, acepta el discurso o la narrativa como válido, un proyecto político (o, en menor escala, un interés particular) puede progresar y prosperar sin límite. Las mañaneras son eso: un medio para manipular y desacreditar a los supuestos adversarios, extinguirlos.
Pero el control de la narrativa no garantiza el progreso. Si la narrativa no contribuye a unificar de manera integral a la población, esta no logra más que ilusionar, para luego frustrar, a quienes la comparten. Una nueva narrativa puede ser extraordinariamente poderosa pero obtusa si el objetivo es imposible. Ayotzinapa lo ilustra bien: el gobierno actual cambió la narrativa, prometió una nueva investigación y poco le faltó para prometer que los padres volverían a ver a sus hijos. Es claro que muchos de ellos así lo entendieron, pues hoy retornan con reclamos similares a los de antes. Independientemente de la solidez y honestidad de las investigaciones de la administración anterior, el gobierno actual sabía bien que ese retorno era imposible, por lo que logró apaciguar a esa población temporalmente, pero ahora regresa con furia renovada. Nada es gratis y este caso ejemplifica el actuar de toda la administración.
Una narrativa errada, fundamentada en una lectura sesgada o intencionada de la historia, magnifica los problemas y exacerba la polarización. En lugar de unificar para lograr un propósito común, así implique este someter a determinados grupos o intereses, la narrativa mañanera no sólo resulta incapaz de avanzar su agenda, sino que despierta el desarrollo de narrativas alternas, algunas por demás reaccionarias. La lucha por desacreditar el mérito no sólo debilita al sistema educativo, sino que elimina todo incentivo para la creación de empleos o la mejoría de los salarios. Si el mérito deja de ser relevante, la violencia acaba siendo legítima y el crimen una respuesta razonable ante la desigualdad reinante.
Una narrativa diseñada para polarizar parte del principio de que no es necesario asumir la realidad como es. Si bien cambiar la realidad es un objetivo legítimo, lograrlo es imposible si se parte de la negación de la realidad existente. Juan José Campanella, un director de cine, escribió que “no dejemos que la inmensa corrupción tape la gestión. La gestión fue peor”.
Nos encontramos en una etapa que parece de transición: el gobierno de Manuel Andrés López Obrador comenzó atacando la corrupción de otros, solo para encontrarse con que la propia no es menor, lo que le quitó el viento de cola que traía. Pronto comenzará a apreciarse la pésima calidad de su gestión. Ciertamente, el gobierno no es culpable de la pandemia, pero sí lo será, inexorablemente, de lo que de su manera de conducirla −lo que hizo y lo que dejó (o deje) de hacer− resulte en los próximos meses. Ninguna narrativa puede encubrir una realidad como la que comienza a vislumbrarse.
El pasado es el origen de lo que hoy existe pero no puede ser el fundamento de nuestro futuro porque es precisamente ese pasado el que produjo las distorsiones y resultados que hoy encontramos inaceptables y que yacen en el corazón de la propuesta electoral del presidente López Obrador. Como todo en la vida, cada momento produce virtudes y defectos, pero el tiempo avanza y altera las condiciones en que surgieron ambas.
El llamado desarrollo estabilizador produjo unos cuantos lustros de elevado crecimiento con estabilidad política que permitió el crecimiento acelerado de la clase media urbana, pero las circunstancias que hicieron eso posible desaparecieron en la medida en que cambió el entorno externo y, especialmente, las erradas medidas que se adoptaron al inicio de los 70. De no haber sido por el súbito descubrimiento de yacimientos petroleros, la borrachera de finales de los 70 y comienzo de los 80 no habría tenido lugar y el país estaría mucho mejor, exacto lo opuesto a la narrativa mañanera. Las reformas que siguieron, con todos sus sesgos, aciertos y errores, no tenían más propósito que intentar responder ante los mismos males que hoy pretende combatir el presidente López Obrador: el bajo ritmo de crecimiento promedio, la desigualdad regional y la inestabilidad política. La historia, la real, importa mucho.
Todos los gobiernos tienen la necesidad de construir su propia narrativa para asentar su legitimidad y poder gobernar. Solo lo logran aquellos que aceptan la realidad como es.