Seguramente escuchó hablar alguna vez del concepto de la “mano invisble” al que aludía Adam Smith en su libro Investigación sobre la Naturaleza y Causas de la Riqueza de las Naciones. Se trata de una metáfora que aparece solo una vez en un capítulo que, en realidad, trata sobre otro tema: el comercio internacional. En él Smith critica la confabulación entre políticos y empresarios mediante la cual los segundos obtenían protección comercial de los primeros a expensas del resto de la economía. Porque, en tiempos de Smith, el Reino Unido era un país sumamente proteccionista.
Decíamos la semana pasada que la pretensión de extender hasta 30 años la vigencia de la ley de promoción agropecuaria en Perú no podía ser defendida desde una perspectiva liberal. La presunción habitual al debatir temas como ese en nuestra región, es que los países desarrollados adquirieron esa condición a través de la adopción de una política económica liberal. Pero históricamente eso no es del todo cierto: al margen de lo que uno piense de ellas, todos los países desarrollados apelaron en algún pasaje de su historia a políticas proteccionistas o intervencionistas. Así como en el siglo XVIII el Reino Unido era un país proteccionista, también lo fueron los Estados Unidos entre el siglo XIX y mediados del XX.
El origen del argumento en favor de proteger a la industria naciente hasta que alcance competitividad internacional, por ejemplo, no es la CEPAL o la teoría de la dependencia: ese argumento fue concebido por el primer Secretario del Tesoro de los Estados Unidos, Alexander Hamilton, en un informe presentado ante el Congreso de su país en 1791. Y si bien el proteccionismo comercial entre países desarrollados comenzó a reducirse significativamente tras la Segunda Guerra Mundial, fue reemplazado por otras formas de intervención del Estado en la economía, como los subsidios agropecuarios o las denominadas políticas industriales. Ejemplo de estas últimas son dos controversias entre los Estados Unidos y la Unión Europea ante la Organización Mundial de Comercio (OMC), en las que ambos se acusan de brindar a sus respectivas industrias aeronáuticas subsidios que violan las reglas del comercio internacional (en favor de Boeing en el caso de los Estados Unidos y de Airbus en el caso de la Unión Europea): la paradoja es que la instancia de apelaciones de esa entidad le dio la razón a ambos (es decir, ambos violaron las normas de liberalización comercial de la OMC).
Otro ejemplo paradojal de ello son las críticas a personas de izquierda cuando consumen bienes suntuarios producidos por la industria capitalista, como el iPhone. Paradojal porque, si hubiera que prescindir de ciertos bienes por convicciones ideológicas, quienes no deberían usar un Iphone son libertarios o liberales clásicos. Como muestra Mariana Mazzucato en su libro El Estado Emprendedor, virtualmente todas las tecnologías que contiene un iPhone (por ejemplo, el GPS, la pantalla táctil, los microchips, el internet, la aplicación Siri, entre otras), provienen de investigación y desarrollo realizados o financiados cuando menos en parte por agencias del gobierno de los Estados Unidos. Las vacunas contra el COVID-19 también fueron desarrolladas con financiamiento público (el cual cubrió un 100% de los costos en el caso de Moderna).
Para evitar equívocos, concluiré diciendo que mi propósito en esta y mi anterior columna no fue defender ninguna política pública en particular. Fue establecer, primero, que parte de quienes sostendrían que, por ejemplo, establecer una banca de fomento a la pequeña producción agropecuaria para consumo interno sería contrario al liberalismo económico, sin embargo, no tienen inconveniente en respaldar subsidios comparables para la gran producción agropecuaria de exportación. Segundo, que aquellas políticas a las que se oponen por no ser liberales (como, precisamente, crear bancos de fomento, al estilo del KFW alemán o el JDB japonés), han sido parte de las políticas públicas de los países desarrollados en múltiples pasajes de su historia.