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Nuestro entorno
Vie, 25/09/2020 - 10:37

Luis Rubio

Lunes 5 de julio: cuando México ya sea otro
Luis Rubio

Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México. Fue miembro del Consejo de The Mexico Equity and Income Fund y del The Central European Value Fund, Inc., de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal y de la Comisión Trilateral. Escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times. En 1993, recibió el Premio Dag Hammarksjold, y en 1998 el Premio Nacional de Periodismo.

El rey Canuto de Dinamarca (990 dc) es famoso por haber instalado su trono en la playa rodeado de todo su séquito: sentado cerca de las olas, demandó que estas pararan, pero acabó empapado. El mensaje a sus serviles seguidores fue que hay límites al poder humano. Así debemos ver la relación con nuestro vecino del norte y, en general con el resto del mundo: todo en el planeta está cambiando y los elementos que conferían certidumbre en las pasadas décadas se han erosionado.

Más allá de la pandemia, una mirada a lo que ocurre a nuestro derredor revela patrones de conducta que hubieran sido inconcebibles hace sólo unos años. El cambio más notable, y todavía más para México, es sin duda el que ha experimentado la sociedad estadounidense en la forma del presidente Donald Trump. El país que había liderado al mundo con el conjunto de ideas e instituciones relativos al comercio, la inversión y las relaciones internacionales, el llamado “orden internacional,” a partir del fin de la segunda guerra mundial, abdicó su liderazgo y ahora es fuente de interminables conflictos y desarreglos en el ámbito global.

Trump no fue producto de la casualidad: al igual que Brexit y otros cambios políticos en el espacio europeo (Polonia, Hungría, Italia, etc.), refleja desequilibrios y desilusiones de las ciudadanías de sus respectivos países por factores que van desde la migración hacia las naciones desarrolladas hasta los desajustes producidos por la globalización. Por muchos años, Estados Unidos y China desarrollaron un esquema de integración –al que Nial Ferguson bautizó como “Chimerica”– que provocaron desajustes en el empleo industrial y, con ello, fuertes estragos al interior de la sociedad estadounidense.

Muchas comunidades, típicamente en el centro de EUA, el corazón del cinturón industrial desde el siglo XIX, eran dependientes de una gran empresa que dominaba la vida laboral –como ocurría en industrias como la del carbón, acero y automotriz– fueron devastadas cuando ese empleador tuvo que cerrar por razones tan diversas como el cambio tecnológico, costo laboral o regulaciones ambientales. Las personas que habían dedicado su vida a esa empresa o actividad súbitamente se encontraron sin empleo, con pocas habilidades o capacidad de adaptación a la “nueva” economía, generalmente en el ámbito digital. Si bien proliferan los ejemplos de ajuste exitoso (como ocurrió en Rochester, NY, luego de la caída de Kodak), hay un sinnúmero que no lo lograron, su población acabando sumida en el alcohol y las drogas. Trump no inventó esa realidad, sólo la convirtió en fuerza electoral.

Mucha gente espera que el día en que Trump deje la presidencia, el mundo retorne a la normalidad. Lamentablemente, aunque pudiera disminuir la estridencia y las malas formas en el discurso y actuación de sus futuros gobernantes, los factores estructurales que llevaron a Trump a la presidencia seguirán ahí. Llegue un gobierno de derecha o uno de izquierda, los asuntos contenciosos que hoy vive esa nación no van a disminuir, aunque adquirieran otras formas. El caso de China hace esto más que evidente: Republicanos y Demócratas han llegado a la conclusión de que se están enfrentando ante una potencia hostil y comienzan a actuar, al unísono, bajo esa premisa.

Para México, el conflicto EUA-China ofrece oportunidades para afianzar nuestras propias cadenas de producción y suministro y atraer nuevas líneas de inversión extranjera, pero también constituye un llamado de atención a la urgencia de evaluar los factores clave que afectan la viabilidad y dinamismo de nuestro sector exportador y a actuar para atenuar los elementos que son tan disruptivos en la relación bilateral. En particular, México tiene que elaborar una estrategia integral de acercamiento con las regiones y comunidades estadounidenses que son susceptibles de ver a México como un socio confiable y cercano, todo ello en aras de proteger y afianzar nuestros propios intereses en aquella nación. Esto sería todavía más importante de ganar Biden.

En contraste con China, México experimenta dos fuentes de conflictividad que son administrables, pero México no las ha administrado. Por un lado, se encuentran los dos elementos que se han convertido en emblemáticos de la relación y que Trump ha explotado sin rubor: la migración y el superávit comercial, incluyendo al movimiento de plantas industriales hacia México. Ambos fenómenos son viejos, pero México no ha hecho prácticamente nada en el ámbito político dentro de la sociedad norteamericana −no en Washington, sino en Peoria, como dicen allá, en la base− para neutralizar esas fuentes de conflicto. Independientemente de si Trump gana o pierde en noviembre, este es un frente abierto en el que México debe actuar.

La otra fuente de conflictividad es más profunda y compleja porque tiene que ver con nuestras propias carencias e insuficiencias, muchas de las cuales se manifiestan en la zona fronteriza, pero que no se originan ahí: las drogas, la inseguridad y la falta de certeza jurídica. Estos fenómenos no son nuevos ni comenzaron con este gobierno, pero su responsabilidad es enfrentarlos. Ahí si, como dice el presidente, una buena política interior es una buena política exterior.

 

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