Aunque las protestas de 2019 en Chile se produjeron bajo circunstancias diferentes a las de las protestas en el Perú, existen similitudes. Al igual que en el Perú, las protestas en Chile involucraron actos de vandalismo (como el incendio de la sede de la compañía de energía Enel).
Pero, a diferencia del Perú, la mayoría de ellos ocurrieron en la propia capital, Santiago. Entonces el índice de aprobación del presidente Piñera era de un dígito (algo menor que la aprobación de Boluarte, pero similar a la del Congreso peruano).
Al igual que en el Perú, la primera respuesta del gobierno ignoró matices.
Piñera llegó a decir que Chile libraba una “guerra con un enemigo poderoso e implacable”, y tanto él como algunos de los principales medios de comunicación
responsabilizaron de esos hechos a gobiernos extranjeros y a ciudadanos cubanos y venezolanos (como el gobierno peruano responsabilizó a Evo Morales y a ciudadanos bolivianos vinculados con él). Piñera incluso sostuvo en entrevista con el diario El País que había “entregado esa información a la fiscalía”.
Pero en Chile el propio fiscal encargado de las investigaciones, Manuel Guerra, negó que él o el Ministerio Público hubiesen recibido del gobierno información sobre una presunta conspiración internacional. Y el diario La Tercera tuvo que rectificar la información que brindó, según la cual fuentes de inteligencia habrían establecido la participación de ciudadanos cubanos y venezolanos en los desmanes.
En el Perú, en cambio, la Fiscal de la Nación, que brindaba discursos a la nación bajo el gobierno anterior, hoy reduce el número de fiscalías de derechos humanos. Algunos mandos policiales se han convertido en fuente de información falsa: desde la “semiótica” del general Angulo, que infería a partir de ciertos colores una intención criminal, hasta un jefe de la Dircote, que atribuyó al MRTA (un grupo que dejó de existir hace más de veinte años), responsabilidad por las protestas.
Y cuando la versión oficial fue desmentida por acción de medios de comunicación, se trató de medios extranjeros o alternativos. Por ejemplo, cuando la agencia Reuters obtuvo un video que demostraba que el ciudadano Edgar Prado no participaba de las protestas cuando fue asesinado (cuestionando la versión oficial, según la cual el uso de armas de fuego se ciñó siempre a las reglas de enfrentamiento).
O cuando el diario New York Times obtuvo la admisión de la canciller Gervasi (contradiciendo a la presidenta Boluarte), según la cual “no tenemos ninguna evidencia” de que las protestas fueran impulsadas por grupos criminales. Lo desconcertante es que luego añadiese lo siguiente: “Tengo la seguridad de que contaremos con esa evidencia muy pronto”. Lo cual desafía la lógica: ¿cómo puedo tener la seguridad de que aquello respecto a cuya existencia admito no tener
evidencia no solo existe, sino que además aparecerá pronto?
De otro lado, las protestas en el Perú destacan por ser las más letales de la región.
Las de Chile en 2019 provocaron 34 muertes, las de Ecuador ese mismo año 6, y las de 2021 en Colombia 29: al momento de escribir estas líneas, en el Perú se contabilizaban 60 muertes.
En el caso de Chile, Piñera finalmente admitió que había razones legítimas tras las protestas y buscó una solución negociada. Esta consistió, como propone la mayoría de la izquierda en el Perú, en la convocatoria a una Convención Constitucional que redactó un proyecto de Constitución.
Pero buena parte de la izquierda chilena interpretó una mayoría circunstancial como evidencia de que sus propuestas representaban al conjunto de la nación. Y, en lugar de consensuar las reglas del proceso político contodos los actores que habrían de participar en él, intentó imponer sus propias reglas.
Con lo cual consiguió que su propuesta concluyera en un fracaso monumental.