La paradoja del poder es vieja y conocida: mientras más poder se tiene, menos se cuida su uso y, por lo tanto, mayor el riesgo de que se abuse. La economía mexicana creció durante algunas décadas en el siglo pasado gracias a que el gobierno era garante de la estabilidad política y mantuvo, por casi dos décadas, una estrategia económica saludable y adecuada a las circunstancias del México y del mundo en aquel momento. Cuando, en los 70, el gobierno abandonó esos principios −estabilidad política y certidumbre económica− la economía de desplomó. El contraste entre esos dos momentos explica la naturaleza del problema que hoy enfrenta el país y por qué el camino por el que ha optado el presidente no será más benigno que entonces, cuando también se intentó, implícitamente, un “cambio de régimen.”
La concentración del poder sólo es útil si se sabe a dónde se va y porqué. Parece evidente que, al sistemáticamente eliminar controles y limitantes a su poder, el presidente pretende recrear aquella era del siglo XX en que las cosas funcionaban bien sin reparar en que respondían a un instante específico de la historia. No es que pretenda destruir instituciones que regulan al sector petrolero y eléctrico o que facilitan el acceso a la información por el mero prurito de eliminar contrapesos “innecesarios,” sino que considera que él, como sus predecesores de los sesenta, puede ser garante del destino del país. El problema es que se está comportando exacta y precisamente como los presidentes de los setenta, con la sola excepción del déficit fiscal. Es decir, la lección que él aprendió de los 70 no es que se acabó con la estabilidad política y la certidumbre económica, sino que el gobierno se extralimitó en materia fiscal. En una palabra, pretende recrear aquella época pero sin excesos financieros.
El resultado no será distinto, excepto que la agonía será más prolongada. El poder en los cincuenta y sesenta estaba muy concentrado, pero existía el límite de la estabilidad y la certidumbre y los gobernantes siempre sabían que cualquier violación en esa dimensión se traduciría en un severo costo económico. Los presidentes de aquella época no hacían y deshacían por medio de consultas amañadas o “patito,” sino que negociaban sus acciones y decisiones con los poderes reales, como en cualquier sociedad.
El poder estaba concentrado, pero no era arbitrario. Eso cambió en los setenta por la súbita aparición de recursos crecientes en manos del ejecutivo, producto, primero, de la disponibilidad de deuda externa y, más adelante, por la promesa de ingentes recursos que producirían los nuevos yacimientos petroleros. Esos dos factores, la deuda y el petróleo (que se sumarían en la segunda mitad de esa década), cambiaron a México porque aquellos presidentes se sintieron libres para ejercer el poder sin contrapeso y sin consecuencia. Pero la consecuencia fue una década de recesión y casi hiperinflación en los 80 y una enorme dificultad para recobrar la confianza de la ciudadanía y de los inversionistas y empresarios, sin quienes la economía (la mexicana y todas las demás) no funciona. El presidente López Obrador quiere recrear la parte de esa historia que le acomoda, pero se olvida y desdeña el costo que tuvo entonces y que la pandemia ha acelerado y hecho inexorable.
Esa ceguera le ha llevado a tomar decisiones que tienen lógica en su visión anquilosada del país y del mundo y a cerrarse ante los enormes retos que hoy se enfrentan. Derrumbar instituciones como el INAI, la CRE y otras similares es fácil, pero cada una de ellas es un paso más hacia la hecatombe económica y política porque estas se constituyeron no porque les gustaran a los presidentes anteriores, sino porque eran la única forma de conferirle certeza a la ciudadanía. Cada institución y proyecto que se destruye aliena a un sector de la economía o grupo de la sociedad, elevando la incertidumbre. México vive la paradoja de la certeza de la incertidumbre, ahí donde el progreso es imposible.
El país enfrenta retos formidables, esos que un gobierno debiera contemplar y anticipar para evitar sus males y superarlos exitosamente. Muchos retos, varios de ellos complejos especialmente para un gobierno guiado por tantos dogmas y prejuicios. El caso de la energía es paradigmático: lentamente, el mundo se va destetando del petróleo, mientras que aquí el gobierno espera magia de Pemex.
Las exportaciones son, con mucho, el mayor motor de la economía mexicana y nuestra principal exportación es automóviles y sus partes y componentes, una industria que con celeridad abandona la energía fósil. ¿Qué está anticipando el gobierno al respecto? ¿A qué empresas punteras en materia energética, eléctrica o automotriz está buscando atraer?
Mirando hacia el futuro, ¿qué calcula ocurrirá en materia comercial entre Estados Unidos y China y qué está preparando para que las empresas y sectores que tengan que salir de ahí vean a México con beneplácito? No menos importante, ¿cómo anticipa la relación con Biden y qué riesgos geopolíticos percibe en la diversificación que ha promovido hacia China, Rusia y Venezuela? En una palabra, ¿le importa el futuro o, de manera consciente o no, la única guía es Luis XIV?