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Popularidad
Lun, 02/11/2020 - 12:13

Luis Rubio

Lunes 5 de julio: cuando México ya sea otro
Luis Rubio

Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México. Fue miembro del Consejo de The Mexico Equity and Income Fund y del The Central European Value Fund, Inc., de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal y de la Comisión Trilateral. Escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times. En 1993, recibió el Premio Dag Hammarksjold, y en 1998 el Premio Nacional de Periodismo.

La popularidad del presidente Andrés Manuel López Obrador, aunque menor a otros momentos y a otros presidentes, sigue elevada. Muchos se preguntan cómo es esto posible dada la compleja, incierta y muy deteriorada situación del país y de la economía. El presidente se ha dedicado a minar todos los cimientos del desarrollo, debilitar los factores que hacen posible el crecimiento de la economía y eliminar los mecanismos que se construyeron para conferirle estabilidad y predictibilidad al actuar del gobierno. A pesar de todo esto, su popularidad no parece afectarse por su manera de decidir o sus consecuencias. No es una pregunta esotérica pero tampoco difícil de dilucidar.

La popularidad del presidente se sustenta en varios elementos, no todos los cuales se encuentran bajo su control. En primer término, la extraordinaria estrategia de propaganda que son las mañaneras tiene el efecto de mantener cautivada a su base social. Este factor es clave para la popularidad y ha sido probado a lo largo del tiempo: la conexión del presidente con la población es real y trasciende lecturas basadas en la razón. Como toda conexión cuasi religiosa, esta es sostenible mientras los factores que la alimentan, sobre todo su credibilidad, persistan. El presidente explota un profundo y ancestral resentimiento de un amplio segmento de la población que se siente traicionado por décadas o siglos de promesas insatisfechas. El odio que promueve hacia personas, instituciones y grupos cae, ahora si, como anillo al dedo, en esa población que resiente muchos elementos de la realidad nacional. En su extremo, ha logrado crear fanáticos entre ciudadanos que lo ven como un salvador.

Un segundo componente de la popularidad reside en el más palpable de los errores de los partidos tradicionales en los últimos años, particularmente el llamado “Pacto por México” que organizó Peña Nieto y que, al sumar acríticamente al PAN y al PRD, los mimetizó con el PRI –con toda la carga histórica que eso representa– tornándolos dependientes del resultado de aquel proyecto. Seguro hay explicaciones de por qué se sumaron pero, en términos estratégicos, le vendieron su alma a un presidente cuyos objetivos no eran los de la transformación del país a través de las reformas prometidas, sino el enriquecimiento de su pequeño grupo de aliados. El PAN y el PRD de facto aceptaron lo absurdo: los beneficios de una buena gestión se le atribuirían al PRI en tanto que los errores y fracasos se les colgarían a los tres. Para el mexicano común y corriente, se desdibujaron las diferencias entre los tres partidos, circunstancia que hoy se traduce en una sola cosa, que el presidente López Obrador ha explotado con singular habilidad: la ciudadanía puede albergar dudas sobre la gestión del gobierno actual, pero no percibe alternativa alguna entre los partidos tradicionales.

La gran falla de las reformas de las últimas décadas reside en su parcialidad porque no todo estuvo sujeto a modificación. La condición central, implícita, del proyecto reformador radicaba en la protección del “sistema” y sus beneficiarios: igual la CNTE que la clase política o intereses particulares –privados, sindicales, políticos– de cualquier índole. Esto garantizó que los beneficios no se desparramaran de manera equitativa, lo que se puede apreciar de manera por demás obvia en los contrastes regionales que persisten. Esta es una tercera ancla de la popularidad del presidente: ha logrado convencer a un segmento de la población que el sistema no trabaja para ellos, explotando sentimientos y resentimientos acumulados.

En el fondo, sin embargo, la popularidad se sustenta en el uso que hace López Obrador de la población y que esta hace uso de él. Se trata de una sociedad de conveniencia que es sostenible sólo mientras sus pilares no se erosionen en demasía. Por eso cala tan duro la evidencia de corrupción contra el hermano del presidente, los robos en la institución dizque para devolverle al pueblo lo robado y los que seguro se seguirán acumulando. A esto se deben sumar los errores en materia de salud, la falta de medicamentos y la obvia incompetencia del gobierno. A Morena le está pasando lo que al PAN en su momento: una vez a cargo, están cayendo en las prácticas ancestrales del gobierno mexicano porque nada en la esencia de su funcionamiento ha cambiado.

Los resultados de Coahuila e Hidalgo demuestran que hay algo de artificial en las cifras de popularidad y que, en todo caso, ésta no es transferible a los candidatos de Morena.

Lo que sí ha cambiado y no se debe desdeñar es la solidez y fortaleza de personas clave en distintas instancias y que también se acumulan. La Suprema Corte le dio carta blanca al presidente en sus consultas, pero los cinco ministros que votaron en contra cimbraron al país con argumentos sólidos y poderosos. La minoría que bloquea excesos constitucionales en el senado hace mella cada día. La discusión pública no cesa por más que haya amenazas cotidianas.

En contraste con el México de hace medio siglo, hoy existen factores que limitan los peores excesos y ciudadanos dispuestos a hacer valer sus derechos, lo que garantiza que, aunque se pierdan algunas batallas, los sustentos de la popularidad del presidente sean mucho más endebles de lo aparente.

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