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Lun, 26/02/2024 - 08:00

Luis Rubio

Lunes 5 de julio: cuando México ya sea otro
Luis Rubio

Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México. Fue miembro del Consejo de The Mexico Equity and Income Fund y del The Central European Value Fund, Inc., de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal y de la Comisión Trilateral. Escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times. En 1993, recibió el Premio Dag Hammarksjold, y en 1998 el Premio Nacional de Periodismo.

No es difícil dilucidar los problemas que enfrenta el país; lo difícil es identificar las soluciones idóneas y construir consensos para su implementación. Los problemas son en buena medida añejos y por todos conocidos, pero sus causas, consecuencias y potenciales soluciones son siempre controvertidas. Es por ello falsa, o al menos absurda, la vieja noción de que el país está sobre diagnosticado y que las soluciones son obvias. Si lo fueran, no estaríamos atorados como lo estamos. Algunos de esos problemas son ancestrales, otros producto de la acelerada evolución del mundo, pero ambos demandan soluciones que la política mexicana ha sido incapaz de proveer.

En su campaña para la presidencia, el candidato López Obrador esbozó los problemas ancestrales de una manera cabal: pobreza, desigualdad, bajo crecimiento y corrupción. Uno puede agregar todos los asegunes que quiera, aunque es obvio que esta lista resume la problemática que es percibida como central para el desarrollo del país, pero se trata de consecuencias, no de factores causales. Es decir, ahora que comienzan las campañas, una discusión susceptible de arrojar un programa de gobierno relevante y viable tiene que enfocarse hacia las causas de los problemas que han sido identificados para efectivamente poder incidir sobre ellos.

Por otro lado, complicando el panorama, se encuentran problemas nuevos o, al menos, circunstancias que alteran el entorno dentro del cual se desarrolla la actividad económica y las sociedades interactúan. La globalización de la actividad económica -de la que México vive a través de las exportaciones y, recientemente, del llamado nearshoring- hace imposible (y contraproducente) adoptar medidas económicas unilaterales, como hubiera ocurrido hace medio siglo. Factores como el crimen organizado -actividad transnacional- requieren atención a nivel interno, pero ninguna nación los puede derrotar por sí misma. La ubicuidad de la información y la universalización de su acceso han alterado todos los vectores que en el pasado caracterizaban a la vida política.

El punto es que los problemas ancestrales requieren soluciones que deben contemplar y ser parte de una concepción que incluya las realidades que caracterizan al mundo de hoy. El intento por abstraerse del mundo como ha propugnado el gobierno que está por concluir ha probado ser falaz y perjudicial para el desarrollo y, paradójicamente, dañino para la población más pobre y que es la que con mayor intensidad padece los males que el presidente identificó en su campaña.

Lo sorprendente de la situación que vive México, similar a la de otras naciones, es que no es difícil dilucidar qué es lo que hay que hacer. Lo difícil, cualquiera que sea la causa, ha sido avanzar hacia la implementación de esas soluciones. Las respuestas muchas veces son obvias, aunque a primera vista no parezcan plausibles. Ronald Reagan esbozó el dilema de manera clarividente: “por muchos años nos han dicho que no hay respuestas simples a los complejos problemas que están más allá de nuestra capacidad de comprender. La verdad, sin embargo, es que sí hay respuestas simples; el problema es que éstas no son sencillas”.

Las tensiones que caracterizan al país no son mera casualidad. La suma de desajustes políticos -muchos de estos producto de la creciente complejidad que caracteriza al mundo y que se manifiesta en Ucrania, la inteligencia artificial, los ataques cibernéticos y la posibilidad de que retorne Trump y políticos disruptivos, especialmente en el contexto de una extrema debilidad institucional, sobre todo en la forma de ausencia de contrapesos efectivos, ha arrojado un panorama político, y ahora electoral que ha paralizado al país. Esto, paradójicamente, también constituye una gran oportunidad porque hasta los más devotos creyentes del presidente saben que el progreso es imposible en ausencia de acuerdos sobre al menos los factores más fundamentales de la convivencia humana.

El manejo del presupuesto gubernamental a lo largo del sexenio ha sido particularmente pernicioso para el crecimiento de la economía. Al distraer recursos que normalmente se habrían dedicado a la educación y la salud, así como a la inversión pública, el gobierno prefirió nutrir las transferencias hacia sus clientelas favoritas. Como dice el cómico Andy Borowitz, “sería sensacional gastar billones en escuelas y carreteras, pero en este momento el dinero se requiere de manera desesperada para las campañas políticas.”

Los periodos de campaña hacen imposible construir acuerdos sobre y para el futuro, pero también son momentos propicios para explorar opciones y posibilidades. Las propuestas de los candidatos pueden ser o no viables, pero obligan a pensar distinto respecto al statu quo imperante. En este último sentido, le abren la puerta a la sociedad para proponer soluciones y vías alternativas a las existentes para enfocar los problemas, estableciendo potenciales anclas comunes para soluciones futuras.

Uno de los errores más frecuentes en los diagnósticos políticos es el de atribuirle a los liderazgos responsabilidades sobre lo que son de hecho problemas estructurales, pero eso no los exime de la obligación de trabajar -o proponer en el periodo electoral- alternativas que permitan superar las complejidades estructurales.

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