¿Qué es primero, el huevo o la gallina? El eterno acertijo tanto en la ciencia como en la vida cotidiana nunca se resuelve, pero lo trascendente −dice Matt Ridley en su nuevo libro sobre innovación− es cómo piensa uno al respecto. La teoría de la evolución ejemplifica el punto de manera nítida: la evolución no nos dice nada sobre la existencia de un ser superior, pero prueba que si este de hecho existe, no tiene, o aborrece, la planeación central. La evolución no sigue un patrón predecible, pero estudiarla permite tener una perspectiva distinta sobre las cosas y eso −afirma Alan Kay− tiene un valor superior: “un cambio de perspectiva vale ochenta puntos de IQ.” Si queremos salir rápido de la pandemia, la receta es crear condiciones para que florezca la innovación.
En Cómo funciona la innovación: por qué florece en libertad, Ridley insiste en ver más allá de las explicaciones evidentes y propone que al adoptar una manera creativa de resolver problemas disminuye el dogmatismo, especialmente cuando uno reconoce que puede haber más de una solución a un determinado problema y que cometer errores es parte del proceso y no un fracaso.
“La innovación es hija de la libertad y madre de la prosperidad.” Este es el corazón de su argumento: el progreso no se puede planear; al revés, la innovación es siempre disruptiva. “La innovación es evidente en retrospectiva, pero es imposible de predecir.” Esto porque el proceso que produce la innovación no es lineal y siempre involucra errores y aciertos que, en conjunto, avanzan el conocimiento. Subestimar la creatividad y las habilidades de las personas que actúan de manera voluntaria y sin coerción es el error más típico de las burocracias que pretenden avanzar la ciencia, el conocimiento y la tecnología por diseño y planeación central.
Ridley ilustra este punto comparando la forma en que progresaron Francia, Alemania y Gran Bretaña en el siglo XVII y XVIII: mientras que los gobiernos continentales crearon vastas burocracias dedicadas a avanzar la ciencia, el gobierno inglés fue muy lento en apoyar el desarrollo de la ciencia, privilegiando al mercado como factor decisivo. Por eso la revolución industrial acabó siendo inglesa. El factor clave es que nadie puede anticipar, planear o predestinar el curso del avance del conocimiento. “Es fundamental no subestimar el autoengaño y la corrupción por causas nobles: la tendencia a creer que una buena causa justifica cualquier medio”. Esto es tan válido para la ciencia como lo es para la energía y el crecimiento económico.
Ridley demuestra que el progreso no comienza en el laboratorio universitario para de ahí moverse hacia el mundo comercial, sino que con frecuencia ocurre a la inversa: son los cambios e innovaciones que tienen lugar en las fábricas, talleres y oficinas los que luego son racionalizados y codificados por académicos, dándole sentido a sus propios estudios. Darwin −nos dice Ridley− buscaba proactivamente la asesoría de criadores de palomas y caballos porque ellos entendían, de manera práctica, lo que luego Darwin llamaría “selección natural.” Quizá sea un poco duro el tratamiento que Ridley le da a los científicos, pero su punto de vista tiene una lógica: casi siempre se concibe al empresario como un mero ser avaro sin interés más allá del dinero, cuando la empresa es el mecanismo de solución de problemas más exitoso que jamás se haya creado. Lo que cuenta es el sistema que permite innovar y este es mucho más eficiente en las empresas que en la academia. “La innovación no es un fenómeno individual, sino un fenómeno de redes, colectivo, incremental y desordenado.”
El factor de “desorden” parece ser crucial en el proceso de innovación. La noción de una “red desordenada” que produce un nuevo orden me parece fascinante, porque no puede ser anticipada o planeada: es desordenada en el sentido en que depende de prueba y error, de falsos comienzos que van cobrando forma a base de experimentar. Se aprende haciendo, con la creatividad que permite y promueve la inspiración humana para lograr beneficios para la colectividad.
El subtítulo del libro resume todo su argumento: se progresa en libertad y se avanza probando alternativas y fracasando con frecuencia. Muchas cosas se entienden solo en retrospectiva y rara vez hay un factor que resulta determinante en el resultado. No hay momentos “eureka” que resuelven todo. El progreso requiere un entorno de libertad y condiciones que favorezcan la creatividad: una mezcla de políticas públicas y marco legal que promuevan mercados eficientes y permitan trabajar. La propuesta de Ridley no es un paraíso para la burocracia.
Los gobernantes y burócratas siempre creen que sus intenciones son resultados, que con solo desearlo se va a lograr una transformación integral. Ridley demuestra convincentemente que el progreso no se puede planear, sino que este ocurre cuando existen condiciones propicias para ello, la más importante de las cuales es la libertad para pensar y actuar. Y esto nunca ha sido más cierto que en este momento de terrible recesión.
CONACYT, la SEP y el gobierno se beneficiarían mucho de entender cómo es que avanza el mundo porque de lo que hagan y, sobre todo, lo que impidan, dependerá el futuro de México.