El pensamiento liberal, con base en la teoría económica, tiende a formular advertencias en torno a los riesgos que implican las políticas de promoción industrial. La primera advertencia es que, en términos del libro de texto de Gregory Mankiw, es sumamente difícil “elegir a los ganadores”. Es decir, no hay razones para suponer que los gobernantes sepan con certeza qué industrias serán rentables en el futuro o si, en caso de serlo, los beneficios que estas generarían serían superiores al costo que las políticas de promoción tienen para el conjunto de la economía (por ejemplo, en impuestos que se dejan de cobrar). Por lo demás, si fuese evidente que la industria en cuestión será rentable en el futuro, las políticas de promoción serían innecesarias, dado que las empresas del sector tendrían incentivos para afrontar por sí mismas pérdidas temporales hasta alcanzar esa rentabilidad (a fines del siglo XX Mankiw ponía como ejemplo de ello a las empresas de biotecnología).
La segunda advertencia es que, incluso si los gobernantes pudieran establecer con certeza qué industrias serán rentables en el futuro, podrían tener incentivos para favorecer a otras industrias con las políticas de promoción. Ello porque, por ejemplo, aunque no tuvieran perspectivas comparables de rentabilidad, esas otras industrias tendrían mayor poder político. La tercera advertencia es que, incluso si se identificara en forma acertada qué industrias serán rentables en el futuro y se aplicara sólo a ellas las políticas de promoción, cuando esas industrias sean rentables podrían tener suficiente poderío como para impedir que se deroguen esas políticas que, en principio, debían ser temporales.
¿Quiere todo ello decir que los gobernantes jamás deben adoptar políticas de promoción? No necesariamente, pero, si de cualquier modo van a adoptarse, sería preferible hacerlo de manera transversal. Es decir, en lugar de beneficiar a un sector en particular, es preferible adoptar políticas que pudieran beneficiar al conjunto de la economía. Por ejemplo, una reducción en la tasa de impuestos sobre las utilidades cuando estas se reinvierten, aplicable por igual a todos los sectores económicos.
Reemplacemos ahora la frase “políticas de promoción industrial” por “Ley de Promoción Agropecuaria” (la que derogó el Congreso peruano en diciembre pasado), y se dará cuenta de que muchos de nuestros liberales olvidaron sus propias advertencias. Porque, tras 20 años de aprobada esa ley en Perú, su vigencia se habría prorrogado por 10 años (con modificaciones menores), de no mediar las protestas de los trabajadores agropecuarios. Y, al momento de prorrogarse, pocos aplicaron la lógica descrita. De un lado, si tras 20 años de vigencia las empresas del sector no eran rentables en ausencia de la reducción de impuestos y obligaciones laborales que contenía la ley, ¿qué sentido tenía seguir dándoles un trato privilegiado? Y si, de otro lado, eran rentables, ¿por qué seguían necesitando esos privilegios?
Porque se trata de privilegios. El exministro de economía, David Tuesta, defendía la norma sosteniendo que esta compensaba a los agroexportadores peruanos por algunos costos adicionales que padecían. Por ejemplo, el que las prestaciones laborales equivalen en Perú a un 70% del salario del trabajador, siendo de las más caras en Latinoamérica según el BID. Dejemos de lado que eso es compensado en parte por el hecho de que, medido en dólares, el salario mínimo en Perú (posible base para calcular ese 70%), es relativamente bajo para estándares latinoamericanos. El punto es que esos costos adicionales son similares, en general, para las empresas del sector formal. Es decir, ese podría ser un argumento en favor de reducir la tasa del impuesto a la renta, la contribución a la salud pública y, en la práctica, tolerar usos ilícitos del sistema de services para el conjunto de la economía (o, cuando menos, para el conjunto de los sectores exportadores) o no hacerlo para nadie, pero no es un argumento en favor de darle un trato privilegiado a un sector en particular.