El mundo de las últimas tres décadas fue una anomalía histórica: el fin de la guerra fría pareció congelar al planeta por la existencia de una superpotencia que hizo irrelevantes a las tradicionales zonas de influencia, donde cada potencia regional imponía su ley. Independientemente de la manera específica en que acabe la invasión de Ucrania, lo único que es certero es que el llamado “orden mundial” habrá cambiado. Nos encontramos ante un inexorable punto de inflexión, justo en el momento en que el presidente López Obrador va a Washington.
Más allá de sanciones y cálculos sobre el resultado final de aquel conflicto, lo directamente relevante para México es qué cambiará en la relación México-Estados Unidos, sea esto con el gobierno de Biden o con quien le siga.
Es fácil subestimar al tío Sam, como le pasó a los japoneses en 1941, a los terroristas de septiembre 11 y a los rusos en Ucrania. Biden no ha sido un líder particularmente exitoso, pero no es la persona, sino la superpotencia que él representa, con quien México debe lidiar.
Visto desde la ciudad de México, sobre todo dada la enorme capacidad que AMLO parece creer tener para influir sobre las decisiones internas de ese país, es fácil imaginar que puede imponerle su agenda a Biden, como hizo con la Cumbre de las Américas. Sin embargo, la experiencia histórica muestra que apostar contra los estadounidenses, como de hecho lo ha estado haciendo el gobierno mexicano, no es una estrategia muy inteligente.
En una entrevista cuando Rusia comenzó su embate contra Ucrania, Natan Sharansky, un prisionero político en la era soviética, explicó a Putin con la siguiente metáfora: “El cabecilla en su celda” cuando estaba en prisión no era la persona más fuerte físicamente, sino quien estaba dispuesto a emplear su navaja. “Todos tenían una navaja, pero no todos estaban dispuestos a usarla; Putin está convencido que él usará su navaja en tanto que Occidente no, que Occidente solo puede hablar a pesar de ser físicamente mucho más poderoso.” Putin lleva años midiendo a occidente, especialmente a Estados Unidos, y su lectura le llevó a concluir que podía invadir Ucrania y salirse con la suya. El veredicto sobre el devenir está por conocerse, pero el hecho de haber invadido cambió la historia y eso tiene enormes implicaciones para México.
El presidente López Obrador actúa bajo un marco de referencia previo a la invasión de Ucrania. Independientemente de esa nación, es imposible no reconocer que el mundo volverá a la lógica de las zonas de influencia donde las potencias -dos o tres, según lo que resulte- comenzarán a hacer sentir sus prioridades y preferencias. Esto que ya han venido haciendo China y Rusia, cada uno a su manera, tarde o temprano se reproducirá en nuestra región.
México es la primera línea de fuego en esa lógica y será, sin duda, el primero en sentir el peso de la potencia de la región. Desde la perspectiva estadounidense, México lleva años a la deriva, sobre todo en materia de seguridad, pero también por su incapacidad para resolver problemas elementales que impiden el crecimiento de su economía. Por algún tiempo desde finales de los 80 en que se llegó a una serie de acuerdos seminales sobre los principios que regirían la relación bilateral, Estados Unidos fue un factor activo y dispuesto a apoyar la ansiada transformación interna, el TLC siendo el principal caballo de pelea para lograr el objetivo. Con el tiempo, sin embargo, la falta de resultados y de acción llevó a una desilusión por parte de los norteamericanos, que se limitan cada vez más a cuidar su frontera, abandonando la expectativa de que México lograría un desarrollo integral.
AMLO ha pasado meses provocando al gobierno estadounidense, amenazando y desairando a su presidente y, más recientemente, ofendiendo a su población con la grandiosa idea de destruir la estatua de la libertad, de los pocos símbolos que todavía unen a todos los norteamericanos. No tengo duda que, si la geografía lo permitiese, su preferencia sería distanciar a México de su vecino norteño pero, como no puede, hace todo lo posible por enfriar y disminuir la relación, probablemente confiando con ello lograr el mismo objetivo, independientemente del costo.
Quizá el presidente piense que tiene una desmedida capacidad para imponer sus preferencias sobre los estadounidenses, pero todos los que los conocen saben que, como superpotencia a veces renuente, tarde o temprano pintará su raya e impondrá sus reglas. Tal vez no pueda obligar a México a enfrentar la violencia y extorsión a que están sometidos los mexicanos o a que mejoren los niveles de vida de los mexicanos, pero, como ilustró Trump en su momento, no va a tolerar una ofensa tras otra.
El presidente clama respeto y habla de soberanía, pero se trata de una quimera en la era de la globalización. El respeto, para existir, tiene que ser mutuo y México no se ha caracterizado por esa virtud hacia Biden. Por lo que toca a la soberanía, ésta se afianza logrando la grandeza de México, no con su creciente sumisión ante el crimen organizado y con la interminable construcción de barreras al desarrollo económico. La relación con Estados Unidos puede ayudar en ambos frentes, pero no cuando se les usa de puerquito.