Desde una perspectiva económica aplicada al estudio de la política (la denominada “teoría de la elección racional”), las guerras son un medio para resolver problemas de “información asimétrica”. Es decir, no toda la información que los actores necesitan para tomar decisiones racionales (por ejemplo, ¿cuál es el poderío militar de la otra parte?), es de dominio público: parte de ella solo es conocida por una de las partes (es decir, se trata de información privada). A su vez, las partes no deberían creer la información que brinda un rival, porque este tiene incentivos para mentir sobre su poderío relativo con el fin de obtener mejores resultados en una posible negociación. La guerra sería un medio para obtener esa información, porque su evolución permitiría a las partes llegar a conclusiones similares sobre lo que pasaría si la guerra continuase, delineando así los términos de una solución negociada (si le interesa averiguar más, desarrollo esa perspectiva en el libro “Seguridad Internacional, una introducción crítica”).
Hay indicios de que las partes contendientes comparten la misma perspectiva sobre lo que está a punto de ocurrir en Ucrania. De un lado, Rusia no contaría con los medios para continuar indefinidamente su ofensiva, y comenzaría a concentrarse en defender el territorio capturado. El primer indicio de ello es que el avance de sus fuerzas hacia el oeste es cada vez más lento porque se basa en la superioridad en potencia de fuego de su artillería, precisamente porque ya no cuenta con los medios necesarios para lanzar grandes ataques mecanizados (por ejemplo, según fuentes de inteligencia occidentales, Rusia había perdido hasta mediados de mayo cuando menos 761 tanques, por lo cual ha comenzado a emplazar en Ucrania tanques de la era soviética). Un segundo indicio es que, en diversas áreas, las fuerzas rusas están asumiendo posiciones defensivas. Por ejemplo, al destruir los puentes que conectan Severodonetsk (ciudad en la que se concentran hoy los combates), y Lysychansk. Es decir, esos puentes ya no están disponibles para ulteriores ofensivas rusas, pero tampoco para un eventual contraataque ucraniano. Y en ciudades como Jersón, las tropas rusas están cavando trincheras.
De otro lado, si bien Ucrania también ha padecido grandes bajas, sus arsenales militares siguen siendo reabastecidos por los países de la OTAN. Y aunque esos envíos no podrían igualar la potencia de fuego de la artillería rusa, buscan compensar esa ventaja dotando a Ucrania con armamento de mayor sofisticación tecnológica. Por una parte, drones y sistemas de radares que le permitan localizar la artillería rusa. De otro, sistemas autopropulsados de artillería que, con la información brindada por drones y radares, pueden ubicar la artillería rusa, disparar contra ella y desplazarse para evitar ser ubicados, todo en un par de minutos. Y pueden hacerlo con mayor alcance y precisión que buena parte de la artillería rusa.
Es decir, ambas partes esperarían que, en poco tiempo, se produzca un contraataque ucraniano. La última pieza de información que faltaría para saber cuál podría ser el desenlace de la guerra consistiría en saber cuán exitoso será ese contraataque. Una posibilidad es que sólo consiga prolongar indefinidamente una guerra de desgaste, sin producir un claro vencedor: aunque podría durar semanas o meses, ese escenario eventualmente conduciría a la mesa de negociaciones. La segunda posibilidad la previó el propio Putin cuando, tras un mes de calma relativa, el 6 de junio bombardeó Kiev mientras advertía que el envío a Ucrania de artillería de largo alcance llevaría a que su gobierno ataque “objetivos que no hemos atacado hasta ahora”. Es decir, si esos envíos comenzasen a cambiar el curso de la guerra en favor de Ucrania, la advertencia nos recuerda que sólo una de las partes tiene la capacidad de escalar el conflicto para destruir las ciudades e infraestructura económica de la otra.