Trump llegó al gobierno con un discurso de aristas autoritarias. Por ejemplo, cuando dijo de Xi Jinping que “es ahora presidente vitalicio, (…) y me parece grandioso. Tal vez lo intentemos algún día”. Ello suscitó preocupaciones sobre el futuro de la democracia estadunidense, que llevaron a la publicación de estudios como el libro “Cómo mueren las democracias” de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt. Pero los problemas de la democracia estadounidense no comenzaron con Trump.
Piense, por ejemplo, en el siguiente dato: los candidatos del Partido Demócrata han obtenido la mayoría del voto popular en seis de las últimas siete elecciones presidenciales, pese a lo cual perdieron la presidencia en tres de ellas. Eso es posible debido un arcano sistema electoral en el cual los votantes no eligen al presidente, sino que escogen a los representantes de su Estado en el denominado “Colegio Electoral”, y es este quien elige al presidente. Ese no había sido un problema mayor porque, salvo en una ocasión, entre 1888 y 1999 quien obtenía la mayoría del voto popular también ganaba en el Colegio Electoral. Pero en lo que va del siglo XXI los demócratas perdieron la presidencia en 2000 y 2016 pese a obtener la mayoría del voto popular. Y, en el caso de Trump, no hablamos de una diferencia pequeña: su rival, Hillary Clinton, obtuvo cerca de 2,9 millones de votos más que él.
Algo similar ocurre en el Senado, en el cual todos los Estados obtienen dos senadores sin importar su peso demográfico. Es decir, el Estado de Wyoming (con menos de 600.000 habitantes), tiene el mismo número de Senadores que el Estado de California (con cerca de 40 millones de habitantes). Todo lo cual concede una representación desproporcionada no sólo al Partido Republicano (dado que los Estados rurales, relativamente menos poblados, tienden a ser bastiones conservadores), sino además a los blancos no hispanos. Estos últimos, por ejemplo, constituyen el 73% de los votantes en el Estado promedio, pero al ponderar su voto con base en la probabilidad estadística de que sea decisivo en una elección, esa proporción sube a un 79%. La razón es que, en la gran mayoría de Estados, basta con ganar la elección con un voto de diferencia para obtener todos los delegados de ese Estado en el Colegio Electoral. Pero mientras los votantes latinos suelen estar sobrerrepresentados en Estados como California o Tejas, en donde no suele haber mayor duda sobre quién ganará la elección, los votantes blancos no hispanos suelen estar sobrerrepresentados en los Estados más competitivos. Es decir, aquellos Estados en los que ambos partidos tienen una probabilidad relativamente alta de ganar.
Aunque en la Cámara de Representantes del Congreso los Estados cuentan con una representación más cercana a su peso demográfico, allí también existen problemas. Por ejemplo, el denominado “Guerrymandering”, es decir, el rediseño proselitista de los distritos electorales. Sea que se concentre a los votantes del partido rival en pocos distritos electorales en los que tendría una amplia mayoría o se les disperse en múltiples distritos electorales en los que sería minoría por escaso margen, el resultado es el mismo. Dado que son distritos en los que se elige a un solo ganador, da lo mismo ganar por uno o por un millón de votos: en el primer escenario, el partido rival obtendrá una amplia ventaja en una minoría de distritos electorales, pero perderá en la mayoría de ellos. En el segundo escenario, el partido rival perderá por un margen pequeño de votos en la mayoría de los distritos electorales. En concreto ello implicó, por ejemplo, que, con un 48% de los votos, en 2018 los demócratas obtuvieran sólo tres de los 13 representantes que el Estado de Carolina del Norte envía al Congreso. Si bien ambos partidos han recurrido a ese mecanismo, los republicanos lo han hecho en mayor proporción.