A la memoria de don Luis Martínez Fernández del Campo
El establishment estadounidense logró convertir a la pandemia en otro punto de contención y polarización. El asunto se suma a una infinidad de factores que la dividen y que produjeron, en la última década y media, tres administraciones polarmente opuestas: Obama, Trump y ahora Biden. Donde prácticamente no hay diferencias es respecto a la relación de Estados Unidos con China. Ahí la unidad es casi absoluta, llegando a niveles obsesivos.
Es raro el tema sobre el cual los americanos no estén divididos. Trump y Obama siguen siendo factores de controversia y Biden está por definirse. Hay división por todo: desde los asuntos más íntimos de la vida −como el aborto y el matrimonio-− hasta los geopolíticos, como Rusia y Europa, pasando por el comercio y la migración. Hasta los asuntos más nimios acaban siendo motivo de disputa, todo lo cual explica la tardanza en actuar frente al coronavirus, asunto que afectó hasta al nombramiento del director de la institución señero en materia sanitaria, el CDC. La sociedad estadounidense de hoy no puede ponerse de acuerdo en prácticamente nada. Excepto China.
La disputa con China tiene muchos niveles y facetas. En primer lugar, la guerra comercial que inició Trump pero que se deriva de la pérdida de empleos industriales. En contraste con México, China utilizó las plantas que se instalaron en su suelo para detonar una transformación industrial. De ahí se derivan todo tipo de agravios, igual reales que imaginarios: la trasferencia obligatoria de tecnología, los subsidios a las empresas paraestatales y el sesgo antiextranjero. En segundo lugar, nuestros vecinos culpan al gobierno chino de robar, vía hackeo, tecnología, información y secretos a través de Internet. En tercer lugar, y quizá central a toda la percibida injuria, los estadounidenses se sienten traicionados −y, más que eso, engañados− de que China no haya evolucionado en concordancia con sus expectativas de convertirse en una democracia. Aunque seguramente los gobernantes chinos nunca prometieron una evolución hacia la democracia en paralelo a su desarrollo económico. Esa fue la expectativa occidental cuando se aceptó a China como miembro de la Organización Mundial de Comercio en 2001.
El impactante crecimiento de China en las últimas décadas desató toda clase de pasiones tanto entre admiradores como detractores. Algunos ven a China como la señal del futuro y enaltecen a su gobierno autoritario como la solución a los problemas tanto de las naciones como del orbe: si en lugar de debatir y discutir en un contexto democrático, sueña Thomas Friedman, columnista del New York Times, Estados Unidos tuviera un gobierno como el chino, podría confrontar sus problemas (y los del mundo, como el clima) con celeridad y determinación. Otros, como Minxin Pei* estiman que el sistema chino es insostenible, en tanto que George Magnus** ve un futuro muy difícil, sobre todo por la indisposición de Xi Jinping a enfrentar los dilemas que confronta esa nación de frente, complicados ahora por las consecuencias del coronavirus y la estela de enojo interno que arrojó. Obviamente, nadie sabe qué pasará, pero las apuestas van en todos sentidos.
La sumatoria de todos estos diferendos, malentendidos y choques de expectativas se ha traducido en un virtual consenso respecto a China como una amenaza geopolítica. Innumerables publicaciones debaten las implicaciones de la nueva realidad, las que se reducen, en su esencia a dos: quienes anticipan una creciente confrontación frente a quienes consideran posible un acomodo. El líder del primer bando es Graham Allison,*** quien puso sobre la mesa la noción de que EUA y China enfrentan lo que él denomina como una “trampa de Tucídides,” confrontación que se genera cuando una potencia decadente intenta impedir el ascenso de otra nueva. El otro lado, encabezado desde siempre por Kissinger, plantea no solo la posibilidad, sino la necesidad de un acomodo.**** Este bando argumenta que la relación con China nada tiene que ver con la antigua URSS por la multiplicidad de interacciones que existen, por lo que propone que es perfectamente compatible trabajar donde haya intereses comunes y competir donde haya diferencias y niega tajantemente la vigencia de la trampa de Tucídides. Kishore Mahbubani,***** un diplomático de Singapur, propone los detalles de cómo podría ser el contenido concreto de semejante arreglo. El texto de Mahbubani es arrogante y poco analítico, pero constituye un ejemplo claro de cómo podría llegarse a un arreglo.
Los americanos, escribió Kissinger hace años, juegan ajedrez, donde el objetivo es acabar con el rey lo antes posible; por su parte, los chinos juegan wei qi, cuya naturaleza es pacientemente construir posiciones hasta abrumar al enemigo, sin jamás confrontarlo de manera directa. No me es obvio quién ganará esta partida, pero dos cosas son claras: primero, el resultado nos afectará y, segundo, los americanos han sido muy poco estratégicos y deliberados en este pleito.
Lástima que los mexicanos estemos tan perdidos que no tenemos capacidad de ver la ingente oportunidad que esa guerra nos representa. Otra más que se nos va a ir.
* China’s Crony Capitalism ** Red Flags ***Destined For War **** On China *****Has China Won?