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Realidades y rupturas
Mar, 29/09/2020 - 09:49

Luis Rubio

Lunes 5 de julio: cuando México ya sea otro
Luis Rubio

Presidente del Centro de Investigación para el Desarrollo (Cidac), una institución independiente dedicada a la investigación en temas de economía y política, en México. Fue miembro del Consejo de The Mexico Equity and Income Fund y del The Central European Value Fund, Inc., de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal y de la Comisión Trilateral. Escribe una columna semanal en Reforma y es frecuente editorialista en The Washington Post, The Wall Street Journal y The Los Angeles Times. En 1993, recibió el Premio Dag Hammarksjold, y en 1998 el Premio Nacional de Periodismo.

“Todas las generaciones sin duda se sienten destinadas a cambiar el mundo”, comenzó diciendo Albert Camus en su discurso al obtener el premio Nobel. Ese es el espíritu con el que el presidente Manuel Andrés López Obrador parece haber emprendido su gobierno: cambiarlo todo. Buenas razones había para cambiar lo que no funcionaba y así abrirle una oportunidad al desarrollo integral del país. Pero en lugar de seguir esa ruta, se ha dedicado a destruir lo existente, lo que entraña profundas y graves consecuencias para el futuro.

No hay duda alguna que el presidente heredó infinidad de problemas y desajustes, pero también activos muy exitosos y funcionales. Sin embargo, su lógica ha sido la de negar cualquier valor a lo existente sin siquiera ofrecer una alternativa. Como método de distracción, se trata de una táctica potencialmente efectiva, pero sólo para el corto plazo. A cuatro largos años de concluir el sexenio, el país requiere algo más que distracciones.

Primero las distracciones. Por su naturaleza, el presidente confronta y estigmatiza: lo hace con la economía, con los expresidentes, con los empresarios y con toda esa gama que agrupa con una de sus palabras favoritas: “adversarios.” Como estrategia de gobierno, se trata de un instrumento útil, siempre y cuando lo esencial funcione, es decir, que la economía marche de manera razonable, que se creen al menos los empleos indispensables y que la ciudadanía goce de satisfactores suficientes para la vida cotidiana. El problema es que lo esencial no está funcionando y, de hecho, comienza a hacer agua no sólo por la pandemia, sino por la falta de inversión. Por la manera en que dispone de los fondos públicos (para transferencias clientelares y para proyectos con poco o nulo efecto multiplicador) el gobierno no tiene capacidad para invertir y por la manera en que ahuyenta a los inversionistas, la inversión privada tampoco se materializa. Uno tiene que preguntarse qué beneficio trae la confrontación.

Segundo, la retórica sí importa: los presidentes, en la forma en que se comunican, crean hechos políticos y más en un país con instituciones tan débiles que el propio presidente ha hecho a un lado. El lenguaje presidencial aliena a vastos sectores de la población, lo que se revierte tanto en una crítica al propio presidente como en ausencia de oportunidades para la realización de proyectos económicos. Las expectativas son sumamente negativas y remontarlas se volverá crecientemente difícil. En un país del perfil demográfico de México, con tantos jóvenes, seis años sin creación de empleos representa un enorme riesgo sociopolítico. Tan grande es este que uno de los blancos de la estrategia clientelar del presidente son precisamente los jóvenes sin empleo. Pero si las tendencias económicas prosiguen como hasta ahora, pronto no habrá presupuesto suficiente para tanto desempleado, joven o viejo.

Tercero, la popularidad presidencial no es ficticia, pero tampoco es inamovible. Todo indica que la popularidad se sustenta en dos anclas: primero que nada, en la credibilidad del presidente y su historia de denuncia de problemas como la pobreza y la corrupción. Muchos mexicanos no sólo le creen, sino que aborrecen las alternativas tradicionales, lo que les hace permanecer en donde están, aun cuando muchos alberguen severas dudas de la viabilidad del proyecto gubernamental. Por otro lado, la estrategia de transferencias a poblaciones como la de adultos mayores y jóvenes no son inocentes: siguen una lógica estrictamente política y electoral. Es muy probable que no reduzcan la pobreza o eviten el reclutamiento de jóvenes por parte del narco, pero en términos de un intercambio de dinero por apoyo, esos programas son potencialmente infalibles.

Finalmente, no se debe confundir un rebote económico con una recuperación de la economía. El tamaño del colapso es tal, que es natural, simple lógica, esperar un rebote en estos y los próximos meses. Sin embargo, un rebote no implica una recuperación, que usualmente viene acompañada de inversión, crecimiento del empleo y elevación del consumo. Nada de eso es posible vislumbrar por ahora, razón por la cual hasta los pronósticos más benignos y optimistas son terribles. Sin un cambio de estrategia política, la economía no va a recobrarse en los próximos años.

Vuelvo al inicio: nadie puede dudar que el presidente heredó enormes problemas, que él mismo resumió en pobreza, desigualdad, corrupción y bajo crecimiento. Todos esos son problemas reales que ameritan una estrategia integral que permita no sólo remontarlos, sino erradicarlos. Pero en lugar de construir esa estrategia, el presidente se ha dedicado a destruir todo lo que existía, mucho de ello no sólo funcional, sino altamente benigno. Paso a paso, la destrucción ha ido ascendiendo, al grado en que llegará el momento en que ya no sea reversible. Como dice la anécdota del peregrino que quería ir a Roma, si el presidente quiere construir un país acorde a su visión, no puede seguir por donde va.

El discurso de Camus seguía: “mi generación sabe que no podrá [cambiar al mundo], pero su tarea es quizá mayor: debe prevenir que se destruya.” Llevamos dos años de destrucción sistemática. ¿No será tiempo de comenzar a construir?

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