En la producción de un iPhone participan empresas de una docena de países, desde aquellas que proveen insumos hasta aquellas que diseñan el producto, pasando por aquellas que lo ensamblan: esas son las llamadas cadenas de suministros internacionales. Hasta hace unos años esas cadenas se establecían principal (aunque no exclusivamente), con base en un criterio de eficiencia económica: quien fuese capaz de ofrecer un mejor producto y/o un menor precio, conseguía convertirse en un eslabón de la cadena.
Pero por los cortes en las cadenas de suministros debido a la pandemia y a la guerra en Ucrania, los gobiernos de las principales economías del mundo subordinan cada vez más la eficiencia como criterio en favor de cadenas de suministros más resilientes y menos dependientes de rivales políticos.
De pronto, por ejemplo, el que Taiwán concentre alrededor del 90% de la producción mundial de microprocesadores avanzados (los de nueve nanómetros o menos), se convierte en una vulnerabilidad política (en caso de que esos suministros se detengan producto de los conflicto entre China y los Estados Unidos en torno a Taiwán).
O preocupa el hecho de que, según un reporte de la Agencia Internacional de Energía, China produzca alrededor del 90% de las denominadas “tierras raras” (cruciales para el desarrollo de energías renovables), además de concentrar una gran proporción de la capacidad para procesarlas y refinarlas.
Lo que China, Estados Unidos y los Estados de la Unión Europea hacen cada vez más es adoptar políticas industriales que consigan tres fines: producir a nivel nacional parte de aquello que antes se importaba, diversificar las fuentes de suministro de aquellos componentes que no sea factible producir a nivel nacional (para no depender de una sola fuente), y reducir la dependencia de Estados rivales (como en el caso de las importaciones europeas de gas y petróleo ruso).
Esas políticas industriales consisten en créditos preferenciales, subsidios, exoneraciones tributarias o arancelarias, y controles de exportaciones o de inversiones. Todo ello, en favor de empresas nacionales o de Estados que no sean considerados una fuente de riesgo económico o político (por ejemplo, el principal beneficiario en América Latina de esas políticas sería México, que tiene un acuerdo de libre comercio con los Estados Unidos y está integrado en cadenas de suministros que abastecen a ese país).
Es decir, hablamos de políticas que introducen de modo deliberado distorsiones en los mercados internacionales para tener cadenas de suministros más resilientes y menos dependientes de rivales políticos, pero a costa de ser menos eficientes en términos económicos.
A juzgar por experiencias pasadas, ese tipo de políticas implican ciertos riesgos.
El principal es que al aplicarlas todas las grandes economías de manera simultánea no consigan su propósito inicial o lo hagan a un costo económico exorbitante.
Por ejemplo, durante la Gran Depresión la mayoría de las principales economías intentaron compensar la escasa demanda interna exportando hacia sus socios comerciales. Para ello apelaron a políticas tales como devaluar su moneda (para que sus exportaciones fueran más competitivas), o adoptar medidas proteccionistas (para hacer menos competitivas las exportaciones de sus socios comerciales): dado que todos adoptaron las mismas medidas estas se neutralizaron mutuamente, con lo cual no se consiguió el efecto deseado y además empeoró la recesión internacional (experiencia que explica los acuerdos de Bretton Woods tras la Segunda Guerra Mundial, para propiciar la cooperación incluso en tiempos de crisis).
Hoy, por ejemplo, el Acta para la Reducción de la Inflación aprobada por el gobierno de los Estados Unidos podría provocar consecuencias parecidas. Con el fin de reducir el impacto ambiental del crecimiento económico, a través de dicha Acta el gobierno de los Estados Unidos provee incentivos para que su industria haga una transición hacia energías renovables y tecnologías menos contaminantes.
En el siguiente artículo veremos las consecuencias que ello implica.