Si el discurso lo dice, tiene que ser cierto. Así funciona la política mexicana en los últimos años: pura retórica. Baste escuchar los interminables anuncios de los legisladores en que afirman que aprobaron determinada ley, razón por la cual el problema ha desaparecido. Desde luego, muchos asuntos clave para el desarrollo del país requieren modificaciones normativas; sin embargo, el mero hecho de aprobar una ley o hacer un pomposo anuncio gubernamental no resuelve el problema: se trata de una simulación de la que se alimenta la retórica que domina el panorama.
Se afirma que vivimos en una democracia, lo que es parcialmente cierto porque hoy se eligen limpia y libremente a nuestros gobernantes y legisladores, asunto no menor luego de décadas de imposiciones y fraudes electorales. Sin embargo, la vida del ciudadano prototípico no ha mejorado sensiblemente por ese hecho, excepto en que –de enorme trascendencia– los gobernantes hoy tienen menos capacidad de abuso de lo que era típico en el pasado. Pero si la democracia implica representación, participación y límites a la capacidad de abuso, estamos muy lejos de haber llegado ahí.
Nuestra democracia, así sea enclenque como ha demostrado la capacidad del gobierno actual para eliminar cualquier vestigio de contrapeso, no sólo liberó a los ciudadanos del autoritarismo del viejo régimen sino, sobre todo, le dio rienda suelta a los políticos –líderes de partidos, legisladores, gobernadores y presidentes– para construir todo un andamiaje retórico que nunca aterriza: todo es pretensión que se avanza cuando, en realidad, ni siquiera se definen los problemas concretos o se diagnostican correctamente para resolverlos.
En su libro sobre la manera en que evolucionó la Europa exsoviética después de la caída del muro de Berlín, Krastev y Holmes* describen la forma en que la élite rusa se abocó a emplear el lenguaje para no cambiar el statu quo, es decir, construyeron una democracia fake que les permitió preservar sus privilegios. Pero lo más interesante que explican los autores es que a esa misma cohorte le pareció enteramente natural simular la nueva democracia porque llevaban dos décadas (antes del fin de la URSS) pretendiendo que el comunismo era democrático y funcionaba bien. Cualquier semejanza con la forma en que ha evolucionado la democracia mexicana es meramente casual.
Quizá la pregunta más trascendente sea si la ciudadanía en general se cree la retórica y la acepta como palabra suprema. No cabe ni la menor duda de que muchos políticos no sólo creen en sus propias palabras (y mentiras), sino que suponen que estas se convierten en realidad por el mero hecho de haber sido expresadas en público. Sin embargo, el fenómeno ciudadano es clave: la historia sugiere que la población cree lo que dicen los políticos, hasta que deja de creerles. La retórica es parte inherente a la política, pero cuando los hechos no cambian, o cuando la realidad no mejora, el deterioro se torna inexorable: la experiencia de Fox y Peña Nieto es aleccionadora; la pregunta al aire es cuándo sucederá lo mismo con el actual gobierno.
Esta forma de ser y proceder ha paralizado al país por varias décadas. En lugar de debatir la naturaleza de los problemas y sus posibles soluciones, la vida política se dedica a la retórica y, por lo tanto, a la simulación. La mediocridad que eso alienta, ahora formalizada en un discurso cotidiano cuya característica central es la de desviar la atención de los asuntos relevantes, no se limita exclusivamente a la falta de crecimiento económico, sino incluso a la pretensión de que éste ni siquiera es necesario.
En el fondo, quizá el problema nodal del sistema político mexicano actual radica en la disfuncionalidad, cuando no ausencia, de un gobierno susceptible de cumplir sus responsabilidades, desde las más básicas como la seguridad, hasta las medulares, como la creación de condiciones para el progreso de la población, en el sentido más amplio del término progreso.
El fenómeno lo explica Fukuyama** con claridad: el progreso depende de la existencia de un gobierno competente, un eficaz sistema de rendición de cuentas y un sistema democrático de elección de los gobernantes, pero afirma que el orden en que estos factores hacen su aparición es crucial. Si un país se democratiza antes de construir un Estado fuerte y competente, el resultado será parálisis, disfuncionalidad y, potencialmente, inestabilidad.
En México se construyó un gran aparato para garantizar la limpieza electoral, pero no se transformó al sistema de gobierno para ser capaz de darle viabilidad social y económica al país. El gobierno mexicano acabó siendo enclenque; carente de instrumentos idóneos al reto; con instituciones débiles y, en su mayoría, sin poder alguno (igual la Suprema Corte que los organismos autónomos); y saturado de disputas no institucionales entre los diversos actores políticos.
La retórica ha permitido disfrazar esta fragilidad, pero ha impedido que se atienda como la prioridad nacional principal que debería ser. Peor, ahora se aprovecha para intentar retrotraer la presidencia omnipotente que, a final de cuentas, es lo que nos dejó donde estamos.
*The Light that Failed: A Reckoning; **Political Order and Political Decay