El Brexit no es el único desafío que enfrenta la Unión Europea (UE). Aunque el Reino Unido fue siempre un socio incómodo, hay otras naciones que causan tensiones permanentes. Algunos casos obvios son los de las regiones que buscan autonomía, como Catalunya, pero en los últimos años son las naciones de Europa oriental las que se han convertido en dolores de cabeza. Hungría hace mucho que rompió con el protocolo de civilidad democrática, quizá el corazón, al menos en sentido emotivo, de la UE, pero en los últimos tiempos es Polonia la nación que se ha destacado por desafiar los sustentos clave de la organización regional. Para integrarse a la UE, un aspirante tiene que homologar toda su estructura legal, incluso constitucional, con las reglas dictadas desde Bruselas; sin embargo, recientemente, la suprema corte en Varsovia (que nadie considera independiente) decretó que diversas regulaciones europeas no concordaban con la constitución polaca. El Gobierno polaco no tiene intención alguna de abandonar a la UE, pero su permanencia choca con la esencia del proyecto europeo. Mientras que el Reino Unido rompió de tajo, Polonia es vista cada día más como un socio crecientemente incómodo e incompatible. Me pregunto si México comienza a parecerle así a nuestros dos socios en Norteamérica.
El proyecto europeo es muy distinto en estructura y naturaleza al tratado comercial norteamericano. El objetivo explícito de las naciones que conformaron la Comunidad Económica Europea desde el Tratado de Roma de 1957 era el de avanzar hacia una integración política bajo la premisa de que una interacción constante en todos los planos -económica, laboral y política- eliminaría la propensión a incurrir en agresiones bélicas como las que había sufrido el continente dos veces en el siglo XX.
El Tratado de Libre Comercio norteamericano y su sucesor, el T-MEC, no tiene mayor pretensión u objetivo que el de integrar procesos industriales, establecer reglas claras para el intercambio comercial y para las inversiones entre los tres países. Para ese fin, el contrato que une a las tres naciones establece mecanismos para el funcionamiento de los cruces fronterizos, así como para la resolución de controversias y disputas.
En lo que ambas regiones, Europa y Norteamérica, sí comparten un objetivo común es en fortalecer las instituciones y capacidades para acelerar el desarrollo de sus socios más recientes y vulnerables. Las naciones que antes eran parte del bloque soviético que solicitaron su incorporación a la UE veían ese acceso como una forma de transformarse, consolidar sus economías y anclar su democracia. En esa misma dimensión, la propuesta mexicana de negociar un esquema de relación económica similar a la que Estados Unidos había acordado con Canadá fue entendida por los estadounidenses como una oportunidad para apoyar la transformación que México había emprendido en los años anteriores y contribuir a su consolidación.
Independientemente de los objetivos contrastantes, las naciones originales que se incorporaron en estos mecanismos regionales compartían una historia y niveles de desarrollo similares (Alemania, Francia, Holanda, Bélgica, Italia y Luxemburgo y Canadá y Estados Unidos, respectivamente). Sin embargo, ambas regiones respondieron ante la oportunidad de apoyar a naciones vecinas con características muy distintas y lo hicieron porque eso las fortalecía a ellas mismas.
La discusión actual entre los socios originales dentro de la Unión Europea es qué hacer con naciones como Polonia y las que se vayan acumulando en el tiempo. Con la experiencia que ya existe de una nación alejándose del bloque, el Reino Unido, los políticos europeos comienzan a hablar del contraste entre un mal matrimonio y un buen divorcio. Aunque muchos deploraron la salida de Inglaterra, ahora comienzan a verla como un mal menor frente a la complejidad inherente a un socio que no se va pero que constituye un dolor de cabeza permanente, además de susceptible de contagiar a otras naciones en la vecindad.
Por tres décadas, México mantuvo, al menos formalmente, el objetivo de avanzar la integración como mecanismo para elevar la productividad y, con ello, los ingresos de la población y el desarrollo del país. No se hizo mucho al respecto -ni siquiera se procuró sumar a cada vez más regiones, actividades y empresas en el mecanismo regional- pero, hasta ahora, no había divergencia en la visión general de futuro.
El gobierno actual no comparte esa visión de futuro y cada uno de sus actos e iniciativas apunta hacia una divergencia cada vez mayor. No me queda duda que la legislación en materia eléctrica puede ser la gota que derrame el vaso, consagrando a México en el socio incómodo de la región. Nadie va a buscar el divorcio, pero desprecian la incapacidad e indisposición del gobierno mexicano a enfrentar y resolver sus problemas, cuando no a causar adicionales. Inevitablemente, nuestros socios protegerán a sus empresas de las medidas arbitrarias (y contraproducentes) y se apertrecharán para evitar que la inseguridad, corrupción y migración crucen sus fronteras.
En lugar del respeto que tanto añora el presidente, veremos bloqueos y en lugar de cooperación habrá una estrategia defensiva. De la mano vendrá más pobreza y menos crecimiento. Un gran éxito.