No hay asunto más trascendente para México que la pobreza que caracteriza al sur y que impacta a todo el resto de la vida nacional. Ahí se concentran vastos recursos naturales y humanos que no pueden dar lo mejor de sí mismos; de ahí nace una mucha de la migración histórica hacia Estados Unidos; y de ahí surge buena parte del resentimiento que caracteriza a la política mexicana. No cabe ni la menor duda que crear condiciones para el desarrollo del sur del país constituye una prioridad nacional no sólo por razones de elemental justicia, sino también porque un acelerado crecimiento económico en esa región redundaría en amplios beneficios, y más en el contexto de la actual recesión. La paradoja es que una exitosa estrategia para esa región también constituiría una fuente de certidumbre y, por lo tanto, de desarrollo, para todos los mexicanos.
La mitad norte del país, comenzando al norte de la ciudad de México (e incluyendo la península de Yucatán), ha crecido a un ritmo promedio superior al 5% y algunas localidades en esa región llevan décadas creciendo arriba del 7%. En contraste, el sur –Chiapas, Oaxaca y Guerrero, e incluyendo algunas regiones de Veracruz, Puebla, Morelos y EdoMex– difícilmente ha rebasado el lugar que tenía hace cuatro décadas. El sur no sólo no ha progresado, sino que, en términos relativos, se ha retrasado de manera dramática. Mientras que la economía de Aguascalientes ha más que cuadruplicado su tamaño en este periodo, el sur se ha quedado casi estático.
El gobierno actual no es el primero que se ha preocupado por rescatar al sur, ni es el primero en diseñar ambiciosos programas para inducir mayores tasas de crecimiento en esa región, aunque el momento que escogió resulte contraproducente. Al menos desde los 70, un gobierno tras otro ha producido innumerables programas orientados a generar mayores tasas de crecimiento y, sin embargo, la región ha cambiado muy poco. Algunos programas han promovido la infraestructura, otros han provisto de subsidios a las familias más pobres; unos inventaron la idea de zonas especiales de desarrollo con incentivos fiscales y otros se dedican a afianzar redes clientelares. Cualesquiera que hayan sido las intenciones, el único juicio relevante es el de los resultados y estos son patéticos bajo cualquier rasero. Lamentablemente, no hay razón para esperar algo distinto con el nuevo dogma.
El plan del gobierno actual incluye acciones masivas como la del Tren Maya y Dos Bocas. Los críticos más serios del proyecto ferroviario argumentan su falta de criterio empresarial en su concepción; específicamente, señalan que el tren no conecta puntos clave para hacerlo no sólo viable, sino para convertirlo en un potencial detonador de otras inversiones. Además, no se comunica con los centros turísticos, la fuente más plausible de riqueza. Por lo que toca a la refinería, esta se construye en el peor momento posible, cuando la demanda de gasolina disminuye y PEMEX se encuentra en quiebra, aunque no lo asuma. Tanto la refinería como el tren ejemplifican el problema del gobierno: no sólo ignora el contexto económico en que se avanzan los proyectos, sino que ni siquiera hay un diagnóstico sólido detrás de estos. Se trata, más bien, de mera intuición política derivada del deseo de hacer el bien, pero anclada en un país de antaño. Pero los deseos no son realidades y la crisis económica, la fragilidad de PEMEX y la recesión amenazan con empobrecer a una región que, con buenos proyectos, podría observar un mucho mayor crecimiento, sobre todo de industrializarse al sector agrícola, para lo cual la región parece excepcionalmente dotada. Como ilustra el éxito de los oaxaqueños en Chicago, en Oaxaca sobra capacidad creativa pero abundan los impedimentos políticos, sindicales, burocráticos y sociales.
La evidencia de Chicago es crucial porque confirma que el problema no es de capacidades o potencial, sino de realidades a nivel local. Puesto en términos llanos, quizá la diferencia más patente entre Aguascalientes y los estados sureños reside en los cacicazgos que impiden el desarrollo de las personas y las empresas en la región. La realidad del sur ha inhibido la inversión en infraestructura, lo que hace imposible atraer, incluso en las mejores circunstancias, a la inversión productiva. El círculo vicioso de la inseguridad y los cacicazgos políticos, sindicales y magisteriales que azotan a la región ha obstaculizado no sólo al progreso, sino incluso a la acción estatal en la forma de infraestructura idónea como la que existe en otras latitudes.
Los sureños no son distintos al resto de los mexicanos: todos requieren certidumbre para prosperar. Mientras que el norte ha gozado de esquemas tanto legales como funcionales, comenzando por el TLC, que generaron ingentes oportunidades y contaron con la disposición gubernamental para eliminar obstáculos políticos que potenciaron a la región y elevaron el ingreso promedio de manera sistemática, el sur se rezagó. En el sur ni la infraestructura más elemental de transporte ha prosperado.
En lugar de seguir erosionando las fuentes de éxito de los estados norteños, el gobierno debería aprender de ellas y crear fuentes de certidumbre y estabilidad en el sur.