La ciudadanía habló claro y ahora todo el aparato político tendrá que ajustarse a una nueva realidad. Con gran sabiduría, la población refrendó su confianza en el INE, rechazó los excesos del presidente, exigió cordura a los actores políticos y sigue buscando “un cambio.” Al reclamar triunfos totales y absolutos, los líderes de los partidos mostraron total incomprensión del momento, pero no así el presidente López Obrador, quien emprendió, a su peculiar manera y sin acusar de recibido, una operación de moderación (que no duró mucho). Difícil encontrar un mejor escenario dado el polarizado y enconado entorno que subía de tono por segundo.
Por casi tres años, el presidente ordeñó su elección de manera desmesurada y abusiva. Suponiendo un mandato inapelable de las urnas para hacer y deshacer a su antojo, procedió a echar el reloj nacional cuatro décadas hacia atrás. Su tenacidad y singularidad de propósito le llevaron a alterar el entorno de manera decisiva, provocando con ello el amplio rechazo de las clases medias y de la inversión: de hecho, esta fue una rebelión de las clases medias en todas las urbes.
El resultado electoral le deja suficiente margen de maniobra para salvar cara y poder argumentar que sus (enormes) pérdidas no fueron tan grandes (sobre todo al contrastar la disminución de 20% de su contingente legislativo contra el crecimiento en el número de gubernaturas en manos de Morena). Sin embargo, tanto el resultado electoral como el momento del sexenio anuncian cambios fundamentales.
En primer lugar, desde que Fox anunció su candidatura inmediatamente pasada la elección intermedia en 1997, los presidentes perdieron la capacidad de contener el proceso de nominación bajo su férula, y más con Morena, donde la ausencia de estructuras institucionales y disciplina interna prometen choques constantes entre los promotores de las candidaturas de sus principales cuadros. Este sólo hecho va a acentuar las fracturas ya de por sí existentes, lo que inexorablemente debilitará la capacidad del presidente de controlar el proceso o de promover iniciativas políticas o legislativas nuevas.
En segundo lugar, aunque Morena gobernará más de la mitad de las entidades, la capacidad de intimidación, que ha sido el principal instrumento de subordinación de los gobernadores al presidente, se verá mermada. No es lo mismo amenazar con el séptimo año del sexenio cuando éste está próximo a venir, que cuando ocurrirá en otro sexenio. Independientemente de su filiación partidista, los 15 nuevos gobernadores gozarán de libertades infinitamente superiores a las de sus predecesores.
Tercero, Morena ya no tendrá la mayoría que antes tuvo ni le será fácil encontrar un partido “bisagra” para avanzar enmiendas constitucionales. Esto cambia la dinámica legislativa de varias maneras: ante todo, introduce un elemento de inestabilidad a la coalición Morena-Verde-PT, toda vez que incentiva a estos excéntricos aliados, especialmente al segundo, que nunca pierde oportunidades pecuniarias, a contemplar alianzas distintas para el futuro. No menos importante, la cámara de diputados pasará a ser el espacio obligado de interacción y negociación política que la super mayoría (y control) del periodo que ahora concluye hacía imposible.
Todo esto crea un entorno nuevo en el que podrían -de hecho, deberían- prosperar visiones y propuestas que esbocen un futuro menos contencioso y enconado. A la fecha, toda la política mexicana se ha concentrado en el pasado: para uno los setenta, para otros antes de 2018, a pesar de que no hay muchos mexicanos en sus cinco sentidos que quisieran retornar a esos momentos. El contraste entre el voto ciudadano de 2018 con el de hace unos días hace evidente que la población quiere ir hacia adelante, hacia un estadio más amigable, de mayor progreso y con mejor distribución de los beneficios. Esa carta, que era, o debió ser, la de López Obrador, se perdió en la estrategia de confrontación que no ha arrojado beneficio alguno para la ciudadanía y menos al propio presidente, como se pudo apreciar en el resultado electoral. De hecho, el futuro político del presidente se encuentra ahora en una difícil tesitura: a menos que corrija el rumbo, su ambición de ser uno de los grandes transformadores de nuestra historia se habrá esfumado.
El presidente López Obrador ha ido cayendo en una paradoja no inusual entre quienes acumulan poder sin un proyecto que atraiga y convoque a la población: mientras más poder concentra, menos poder puede ejercer porque el riesgo de radicalizarse causaría crisis susceptibles de destruir el propio proyecto de poder. Quizá no haya mejor ejemplo de esto que el riesgo de una devaluación, límite explícito que el presidente se ha auto impuesto. Algo similar ocurre con la noción de ampliar su mandato o buscar la reelección: intentar romper tabúes de más de un siglo traería consecuencias devastadoras para el promotor y nocivas para el país.
Vienen tres años complejos que podrían convertirse en excepcional oportunidad de reconciliación para sembrar el andamiaje de un mejor futuro. Lamentablemente no es obvio que existan estadistas -en el gobierno o en la oposición- susceptibles de encabezarlo y encausarlo. Pero la oportunidad no deja de estar ahí.