América Latina tiembla. Perú fue el último cimbronazo de un territorio que se muestra inflamable. Entre el año pasado y este se encendieron las calles de Santiago, La Paz, Quito, Buenos Aires, Bogotá y México D.F. El fenómeno es complejo y multidimensional. Y más allá de las particularidades de cada país, hay ciertos patrones institucionales, sociales y políticos que ayudan a comprender mejor tales convulsiones.
Para empezar, hay una ciudadanía que siente que sus representantes no defienden sus intereses. Como evidenciaron las revueltas de Lima en noviembre, gran parte de la sociedad latinoamericana percibe que sus demandas no son transformadas en políticas públicas. Existe una brecha considerable entre sus expectativas y la performance de la dirigencia política. Y esto no es una cuestión ideológica: tanto la izquierda como la derecha demuestran impotencia, incapacidad y frustración en este escenario sensible.
Esta bronca pública cuenta con mejores dispositivos tecnológicos que antes para organizarse. Las redes sociales funcionan como un canal para desagotar el malestar, pero también como plataforma para ordenarse y, posteriormente, actuar en el espacio físico. Estamos frente a energías sociales híbridas: se encuentran en la red y se potencian en el espacio público. Saben que son muchos. Lo sienten y, sobre todo, lo comunican en las dos esferas: online y offline.
Como se espera, las democracias de la región –en mayor o menor medida– garantizan las libertades de expresión y asociación. El problema es que no cuentan con los recursos ni los liderazgos para convertir la rabia colectiva en un nuevo marco normativo que le mejore la vida a la gente. En otras palabras: nuestro sistema organizacional garantiza la protesta, pero no la solución. Y este gap, además de dejar expuestas las deficiencias del modelo, retroalimenta la desazón social, que se siente ignorada por las élites.
La investigadora griega Zizi Papacharissi denomina como “públicos afectivos” a estos grupos en línea que sacuden el tablero de las democracias occidentales. ¿Qué caracteriza a estos movimientos? Su carácter efímero, intensivo y espontáneo. Esta velocidad para producir issues –transparencia, empleo, igualdad de género, seguridad, etc.– representa un gran problema para una arquitectura institucional que todavía funciona de acuerdo a los tiempos analógicos. Hay un claro desfasaje temporal que, encima, el COVID-19 incrementó. La política quedó atrapada en otra época.
Pero no es solo una cuestión de mecanismos y recursos. La dirigencia en Latinoamérica se encuentra encerrada en un bucle electoral. Todo su actividad se circunscribe a la fase proselitista. Propuestas, alianzas, tiempos y dinámicas partidarias: todo se piensa en torno a las campañas electorales. En vez de ciudadanos, el político observa votantes. Lo principal es diseñar narrativas que sean capaces de quedarse con las próximas urnas. Todas aquellas transformaciones que exigen un mediano o largo plazo son postergadas. Es el imperio del instante.
A veces, ese vacío entre representantes y representados es ocupado por actores externos al sistema político tradicional. Son los llamados “outsiders”. Estas figuras, que se postulan como la solución inmediata a la crisis, terminan profundizando el problema con sus retóricas dicotómicas, extremistas y cortoplacistas. Solo inyectan más inestabilidad a un modelo frágil y fracturado. Lo que promete ser un atajo termina siendo una “retroutopía” que nos devuelve al punto de partida. En el camino, trituran los escasos consensos que existían entre líderes para resolver conflictos.
La pandemia aceleró el paso de la teledemocracia a la ciberdemocracia. Y esta última trae consigo grandes desafíos para América Latina. Reflejos en la toma de decisiones, representación de un tejido complejo y diverso y acceso a las nuevas tecnologías son algunos de ellos. La actualización se torna un imperativo para las repúblicas del Cono Sur. Sin duda, es tiempo de apretar F5 y renovar tanto la esencia como las formas de la función pública. El futuro no espera; la exclusión, tampoco.