La mística de esta región chilena se mantiene viva gracias a la tradición de sus antepasados, representada en extraños personajes, y a la conservación de su arquitectura.
A unos mil kilómetros de Santiago, muy al sur del largo Chile, las tierras se bañan en religiosidad tanto como en superstición. Se cuentan leyendas en las que seres malignos son protagonistas de los sucesos más extraños y se disfruta en los banquetes de la comida del mar, mientras una curiosa soledad llena de misticismo las calles de la mayoría de sus poblaciones.
Dejando el territorio continental chileno, tras cruzar el canal Chacao, espera la isla Grande de Chiloé, la más extensa entre las 40 que conforman el archipiélago, un lugar donde llueve más de la mitad del año (recibe entre 2.000 y 4.000 milímetros de agua anuales) y donde la gente vive en casas construidas con tejuelas hechas con diferentes recortes de alerce, tenío, ciprés o coigüe.
“Cualquier cosa que pase por aquí puede ser explicada con una leyenda”, me dice la recepcionista el mismo día en que llego al hotel donde estuve un par de noches. En la mañana siguiente, Sergio Majul Yáñez, quien, más que guía, es un contador de historias, no sólo le da la razón sino que empieza con un verbo del que no se cansa.
“El trauco no tiene pies. Es un ser de horrible aspecto y muy pequeño, pero con mucha fuerza”, cuenta Majul, haciendo referencia a una de las criaturas más populares de la mitología chilote, conocido por su gran capacidad de seducción y que en sus apariciones excita de tal forma a una mujer que ella termina casi rogando que le quite su virginidad. “Cuando una mujer queda embarazada y este hecho representa una vergüenza para su círculo social, muchas veces le echan la culpa al trauco”, indica.
La hija y esposa de este ser es la fiura, que, según la leyenda, vaga por los bosques repartiendo males y atrayendo a los hombres o animales viriles para tentarlos al sexo y castigarlos. La superstición es tan fuerte en esta parte de Chile que la fertilidad en las costas de la isla, la escasez o la abundancia de sus mares son atribuidas a una mujer de belleza extraordinaria que baila vestida con un traje de algas, conocida como la pincoya. “Si baila mirando hacia el mar, habrá mucha abundancia; pero si baila mirando hacia la playa, habrá escasez”, se lee en un libro de leyendas en la feria de Dalcahue, una de las diez comunas del archipiélago.
Sin embargo, por muy mala que haya sido la temporada, lo que nunca falta en la mesa chilote son los frutos del mar. La reineta, el salmón, las almejas, los mejillones (llamados choritos) o el congrio están en las entradas y en los platos fuertes de los hogares y los restaurantes, casi siempre acompañados de pisco sour, vino y de cualquiera de las 400 especies de papa que se cultivan en la región.
De hecho, en las aguas que llegan a la costa de Castro, la capital chilota, el cultivo de los mejillones y el salmón es uno de los motores de la economía local y las salmoneras se ven en la superficie como marcando el camino de los barcos y los ferris que transportan a la gente hacia esta población. “Esta es una comida criaturera”, comenta Sergio Majul mientras invita a probar un espeso caldo de mariscos, para no obviar las bondades afrodisíacas que le son atribuidas a la comida del mar.
Aunque la gastronomía podría amañar a más de un visitante, muchos llegan a estos parajes patagónicos por otras tres razones: en busca del contacto visual con la gran cantidad de aves y animales marinos que se pasean por las playas y rodean los barcos pesqueros, como las gaviotas, el cormorán, el jote cabeza roja, el cóndor de pueblo o el petrel negro, especies que se aglomeran en los puertos o que caen como proyectiles y rompen el cristal de agua en busca de alimentos; o quieren observar de cerca la amalgama de colores de los abundantes palafitos, un tipo de vivienda que se apoya sobre pilares o estacas de madera, que se aprecian en estas ciudades costeras y cuya construcción data de finales del siglo XIX.
El otro buen motivo por el que se emprende la travesía entre espesos bosques y cruces de agua es que, al tiempo que los nativos inventaban los mitos, la Iglesia católica echaba sus raíces. Chiloé alberga 16 iglesias que hoy siguen prestando servicios litúrgicos a los fieles y que por sus características históricas y conservación fueron declaradas Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en el 2000.
Todas están construidas en madera y representan una tradición arquitectónica iniciada por los predicadores jesuitas en los siglos XVII y XVIII, y, aunque también todas tienen un grado de importancia similar, algunas se destacan por sus colores y entornos, como la iglesia de San Francisco de Castro, pintada de amarillo y púrpura, con detalles en blanco y fucsia, ubicada a un costado de la plaza principal de la capital chilote; la iglesia Nuestra Señora de Gracia de Nercón, con un bien diseñado jardín que se antepone a la entrada, o la iglesia Jesús Nazareno de Aldachildo, a diez kilómetros de Puqueldón, en la isla de Lemuy, rodeada por una cerca de ramas que dan la sensación de estar en un lugar al que no le pasan los años.
La mezcla de la mitología, el clima, la arquitectura, la gastronomía y sus grandes zonas rurales hacen de Chiloé un destino diferente, de frente al mar y lejos de las grandes ciudades. Una verdadera opción para quienes arribarán al país austral que en menos de un mes será sede de la Copa América.