Se trató del primer inteligente en un mundo de teléfonos “tontos”, pionero en combinar las funciones típicas de estos dispositivos y algunas particularidades propias de un computador.
Simon destacaba por su enorme facilidad de uso a la que, incluso, hacía alusión su nombre inspirado en el conocido juego infantil “Simón dice”. No se desviaba del aspecto tipo que por entonces lucían los teléfonos móviles: grandes dimensiones (en su caso más de 20 centímetros de largo), un peso importante (medio kilo), pantalla monocromática y carcasa de color negro. A simple vista, nada le diferenciaba de cualquier terminal de los que llevaran encima hombres y mujeres de negocios, los compradores más habituales en aquella época.
Pero Simon era algo más: era el primer teléfono inteligente en un mundo de teléfonos “tontos”, el pionero en combinar las funciones típicas de estos dispositivos y algunas particularidades propias de una computadora. Eso sí, por aquel entonces, el término “smartphone” no formaba parte de las conversaciones diarias ni se hablaba de los “teléfonos-computadora”, así que IBM lo vendía como la mezcla perfecta entre teléfono y PDA.
A pesar de todo, incorporó algunas características de los teléfonos inteligentes: calendario, posibilidad de tomar notas o mandar correos electrónicos, texto predictivo, sistema operativo propio (llamado Navigator), pantalla táctil, aplicaciones propias (y posibilidad de descargar otras de terceros) y capacidad de conexión con una computadora o fax.
Crónica de una muerte anunciada
Sin embargo, el padre de todos los smartphones no alcanzó las cotas de popularidad que hoy en día podríamos imaginar. Tan sólo se vendieron 50.000 unidades y desapareció de los catálogos y del stock de las tiendas especializadas dos años después de su salida al mercado. Para redondear la “leyenda negra” de este teléfono, IBM se deshizo de los que no se compraron.
Las razones de su inesperado fracaso hay que buscarlas, en primer lugar, en su desmesurado precio. Simon llegó a costar unos US$ 1.000, un precio que si parece alto hoy, en 1994 era desorbitante, por lo que IBM decidió rebajarlo a US$ 600 seis meses después de su llegada a las tiendas.
El teléfono sólo entró por los ojos de los ejecutivos adinerados que querían hacerse con lo último de lo último, pero también acabaron desencantados, entre otras cosas, porque la batería de este smartphone apenas tenía una hora de autonomía. Además, aunque permitía enviar y recibir correos electrónicos, sólo podía hacerlo si se sincronizaba con una PC. Si a todo esto se suma una interfaz poco intuitiva, que la integración entre computadora y teléfono no era todo lo perfecta que se esperaba y que salió a la venta en Estados Unidos únicamente, su hundimiento se entiende más.
Simon terminó sus días desahuciado del competitivo mundo tecnológico sin que nadie intuyera que en su interior anidaba el germen de un negocio extraordinario: el de los teléfonos inteligentes. IBM marcó a fuego su nombre en la historia de los smartphones y su invento recibirá el reconocimiento que merece al ingresar como pieza estrella del Museo de Ciencias de Londres, en el marco de una muestra sobre tecnologías que cambiaron el mundo.