Así es el Hermitage, el mejor museo de Europa
Miércoles, Septiembre 21, 2016 - 10:54
Atractivo turístico de San Petersburgo nuevamente fue reconocido nuevamente en la lista del sitio TripAdvisor.
Russia Beyond The Headlines | El Museo Hermitage, ubicado en la ciudad rusa de San Petersburgo, fue elegido por segundo año consecutivo como el mejor museo de Europa y el tercero mejor del mundo, según la popular web de viajes TripAdvisor, detrás del Metropolitan de Nueva York y el Art Institute de Chicago.
"Los ganadores se escogieron gracias a un algoritmo desarrollado de manera especial y que considera la cantidad y la calidad de las críticas así como los rankings de los museos en diferentes países e información recopilada en los últimos 12 meses", declararon desde el sitio.
Este enorme complejo palaciego fue la antigua residencia de los zares y se construyó en la segunda mitad del siglo XVIII por decreto de Elizaveta, hija del zar Pedro el Grande.
Quería eclipsar los palacios reales de Europa, algo que, según los visitantes, consiguió. Muchos de los dorados, mármoles y piedras preciosas y semipreciosas no se pueden encontrar en otros lugares del mundo.
El Hermitage -citado por visitantes como "una de las principales razones para vistar Rusia y San Petersburgo"- albergó una gran colección de arte, tanto real como privada, que provenía de todos los rincones de Rusia.
Tras la revolución de 1917 se abrió un museo en el palacio, que presenta al mundo un legado cultural que va desde la antigüedad hasta el primer cuarto del siglo XX.
A finales de diciembre de 2014, con ocasión de los 250 años del establecimiento, Aleksandra Sávushkina, recorrió sus salas y así lo contó:
Me detengo junto a la estatua de la sangrienta diosa Sekhmet: una mujer con cabeza de leona. Sobre ella circula una lúgubre leyenda del Hermitage. Parece ser que en las rodillas de la diosa aparece por la noche un charco de sangre fresca. La vigilante de la sala se niega a comentar esta historia, dice que son sólo tonterías.
En otra parte de la primera planta, donde se exponen objetos arqueológicos encontrados en expediciones de científicos rusos, siempre se puede disfrutar del silencio y de la tranquilidad. La joya de ese departamento es una momia única con un tatuaje que se ha conservado magníficamente bien. A ese jefe desconocido los empleados del museo lo llaman cariñosamente Andriusha. Esta sala está bastante vacía, en mi campo de visión sólo hay dos parejas que buscan soledad. Las vigilantes se aburren y, mientras no viene nadie, miran lánguidamente por la ventana, hacia el Nevá.
Me adentro en el museo, en el edificio del nuevo Hermitage. En las salas antiguas hay una muchedumbre ansiosa por tomarse fotografías. Dos mujeres de mediana edad posan de un modo rebuscado ante la gigantesca estatua de Júpiter. Los estudiantes de la Academia de Artes Plásticas hacen esbozos de los bustos. Los adolescentes sueltan risillas ante la visión de la Venus desnuda bajo la mirada severa de la celadora. Me acuerdo de otro detalle picante de la sala griega. Algunos de los floreros están adornados con unas complejas imágenes eróticas que suelen estar vueltas hacia la pared para no turbar a los pequeños visitantes. Por lo demás, según dicen las vigilantes, en el Ermitage se celebran veladas en que los vasos se giran y aquellos que estén interesados pueden conocer detalles de la vida sexual de los griegos antiguos. ¡Habrá que ir alguna vez! Pero ahora tengo un encuentro.
En el rellano entre el primer piso y el segundo me encuentro con una vigilante muy veterana que lleva trabajando en el museo más de 40 años. Mi interlocutora, que prefiere permanecer en el anonimato, me cuenta cómo escogían antes a los guías para trabajar en el Ermitage: “En mis tiempos a los jóvenes historiadores de arte les permitían trabajar como guías después de superar unos exámenes muy difíciles y tenían que cuidar mucho su aspecto. Y no sólo eso: incluso la duración de la excursión se fijaba escrupulosamente por minutos”.
Hablamos sobre las dificultades del trabajo con los visitantes, sobre sus gustos. Mi interlocutora observa: “Los soviéticos que llegaban para hacer una excursión pedían: Bueno, nos enseñarán cómo vivían los zares, ¿no? Por lo demás, la mayoría no diferenciaba Catalina I de Catalina II. Pero en las últimas décadas el público ha cambiado mucho. El Hermitage en muchos aspectos educa al visitante. Al lado del museo hay un jardín de infancia y un estudio de creación para alumnos”.
Al despedirme de mi interlocutora me dirijo al segundo piso. En la temporada turística las salas de la primera planta parecen el metro en hora punta, dado que ahí están situados las piezas principales del museo: los cuadros de Rafael, de Rembrandt, de Velázquez y de Leonardo Da Vinci.
Después de la ostentosa escalera de Jordán se abren dos itinerarios: los aposentos imperiales o la exposición de pintura. Comienzo con los aposentos zaristas. La mayor parte de las salas está dedicada de una u otra forma a la gloria militar del Imperio ruso. Por ejemplo, toda una galería con retratos de héroes de la guerra de 1812. Detrás de ella paso por toda una serie de salas confortables: son los aposentos reconstruidos de la familia imperial.
En el salón de Pedro I de un rojo intenso tropiezo con un irritante cártel. “¡Si van en grupo, no se detengan!” “¿Por qué no pueden pararse?”, le preguntó a la vigilante. “Aquí, como puede ver, la entrada es bastante estrecha y, como es una sala brillante, mucha gente se detiene sorprendida”, explica. “El cartel es para los guías, para que pasen a su grupo rápidamente". Por lo demás, no todos se quedan impresionados con los aposentos de Pedro: a mi lado hay una joven visitante que se queja a su madre de que el trono de Pedro no se ve demasiado recio.
Bueno, basta de objetos zaristas. Es hora de ir a ver los principales tesoros. El pasillo de lúgubres gobelinos me lleva directamente a la exposición de pintura. Donde hay más personas congregadas es en las salas del Renacimiento italiano. Abrirse camino hacia Rafael y Da Vinci es realmente difícil: además, de la riada de gente, los turistas chinos me deslumbran con los flashes de sus cámaras. Pero al final lo consigo. Veo la Madona Benois y la Madona Connestabile y los dos cuadros me causan una impresión. Es una pena no poder mirar en detalle la técnica de los maestros, pero es un pretexto para volver en un momento más tranquilo.
En la tercera planta, donde se sitúa el arte oriental y la pintura de los siglos XIX y XX, me encuentro casi exclusivamente con gente joven. Esta sección pronto se trasladará al edificio del Estado Mayor Principal, donde se expone una gran colección de arte contemporáneo. Espero que la sección se traslade junto con las vigilantes, porque aquí son muy particulares: parecen hacer juego con las imágenes y los colores de los pintores impresionistas.
Al volver por las salas ahora en silencio, veo de otra manera ya los enormes espacios del museo, encuentro un encanto especial en la combinación de decorados y de piezas. Al bajar por la escalera de madera, oigo cómo chirrían los viejos escalones. Me viene a la memoria mi conversación con la vigilante más veterana. Le pregunté por ese crujido espantoso: “¿no le da miedo trabajar aquí?” Y ella respondió: “¿Cree en las visiones? Nosotros mismos aquí somos visiones. Estuvimos y nos iremos, pero el Ermitage permanecerá”.
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