El parque nacional colombiano fue reabierto hace poco más de un año y visitarlo revela la enorme biodiversidad del país.
“Arriba ya se ve la nieve”, dijo alguien mientras la van subía desde Güicán de la Sierra hasta el punto de partida en la hacienda La Esperanza. Al alba, con la luna llena y los primeros rayos de sol iluminando el camino, es posible ver con claridad las siluetas de los picos coronados de blanco de la Sierra Nevada del Cocuy, Güicán y Chita.
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En un país como Colombia, la idea de conocer la nieve conlleva, usualmente, pensar en salir a otro que tenga estaciones e incluso a aventurarse a regiones apartadas del planeta, donde los suelos, las montañas y los techos están eternamente tapizados de blanco.
Sin embargo, la biodiversidad del territorio colombiano va más allá de las playas por las que es mundialmente conocido. Después de todo, con una buena planeación, y en un solo día, es posible pasar de los cactus a los frailejones y del desierto a las nieves perpetuas. De ello es prueba la provincia boyacense de Norte y Gutiérrez, y la joya de su corona: los más de 20 picos nevados del Cocuy, la mayor masa de nieve del país. Llegar, eso sí, requiere determinación.
Antes de los picos, del ascenso reñido por las montañas y de la van hacia el punto de partida, hay que llegar, luego de unas ocho horas en carro desde Bogotá, a Cocuy o a Güicán de la Sierra, los dos municipios boyacenses más cercanos al parque natural, cuyas 306.000 hectáreas se extienden también por Arauca y Casanare.
El primero, con casonas coloniales pintadas de verde y blanco desde los tiempos de la violencia entre liberales y conservadores, tiene, además de una maqueta del parque en la plaza principal, un museo de la sal que relata parte de la historia precolombina y colonial de la región. El segundo ofrece opciones de deportes extremos, caminatas hacia miradores preciosos e incluso experiencias que giran alrededor del tejido de lana. En ambos casos, no son pocos los pobladores que convirtieron sus hogares en hostales de todo tipo para quienes vienen a explorar la sierra.
Pero visitar alguno de los dos pueblos tiene más intención que solo descansar antes del gran día. También son los únicos lugares donde se puede hacer el registro de ingreso ante Parques Nacionales Naturales de Colombia, recibir la charla de inducción con precauciones para proteger el ecosistema, adquirir el seguro de rescate y asistencia ($7.000 por día) y conseguir un guía autorizado que acompañe el recorrido ($150.000 por un grupo de seis personas). A esto se suma el valor de ingreso, que oscila entre $20.000 y $34.500, dependiendo de la edad.
En la charla se aprende, entre otras cosas, que para disfrutar la estadía en el parque es importante consumir constantemente alimentos dulces y ricos en calorías, por lo menos unos cuatro litros de agua, usar bloqueador solar con factor igual o superior a 50, lentes con protección UV, tres o cuatro capas de ropa que protejan del frío y botas de montaña o calzado con buen agarre. Más que obligaciones, son necesidades para amenizar la jornada.
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La aventura desde Güicán inicia a las cuatro de la mañana, bajo el cobijo púrpura de una noche que está por terminar, con la ansiedad y los comentarios emocionados de quienes nunca han visto la nieve, aunque no la puedan tocar por motivos ambientales. Mientras la van avanza entre el manto de niebla, las siluetas de las montañas se dejan ver. Poco a poco, el sol se levanta detrás de ellas y hace brillar la nieve que las cubre. Desde el primer momento, la sierra nevada, majestuosa, hiela la sangre y sorprende.
La entrada oficial es la hacienda La Esperanza, una especie de punto de control a 3.600 msnm que ofrece servicios de guianza, camping, alquiler de caballos (exclusivamente fuera del parque), rescate y primeros auxilios. Desde allí, y después de un muy necesario estiramiento, comienza el ascenso por el sendero de la laguna Grande de la Sierra, uno de los tres autorizados por Parques Nacionales y, con 9.400 metros de longitud, el más extenso y escénico. Los otros dos son Ritacuba, de 5.000 metros, y Lagunillas Púlpito, de 4.500 metros.
En el papel, esos casi 10 kilómetros de recorrido se leen sencillos. No obstante, el objetivo de la travesía, el borde glaciar del pico Cóncavo, donde empieza la nieve, está un poco más adelante y contempla un ascenso hasta los 5.200 msnm en contra del sol, a lo largo de terrenos escarpados y, en algunos tramos, empinados. Por esto, y aunque los guías han acompañado a personas mayores de 60 años a completar el recorrido de dificultad media, es importante gozar de buen estado físico.
Por fortuna, el camino hacia la laguna Grande de la Sierra está muy bien demarcado, no solo por los “hombres de piedra”, montículos hechos por la etnia u’wa, que habita el parque, y por caminantes, sino también por una serie de estacas numeradas, clavadas en el piso cada 200 metros. Del punto de partida a la laguna hay 47; 56 para llegar hasta el borde de nieve.
Estas avanzan primero junto al cañón del río Cóncavo, que desciende directamente del pico. Luego pasa por el valle de los Frailejones que alberga nueve de las 24 especies que echan raíces en Colombia, incluida una de hojas azules. Con cada metro, las voces de emoción se van apagando. Sin rastros de nieve, el silencio se apodera de la romería y los pasos de los caminantes, que tratan de ahorrar sus alientos para continuar, son lo único que se escucha.
A lo lejos, como inalcanzable, observan enormes el Pan de Azúcar, níveo, y el Púlpito del Diablo, ícono del Cocuy por ser el único sobre los 5.000 metros que no está cubierto de nieve. Según los lugareños fue el propio Lucifer quien lo puso allá, por eso se mantiene negro, intachable. Los guías echan mano de historias como esa, de chistes de todo corte y de la cifra creciente en las estacas para ayudar a mantener alta la moral. La posibilidad de, con suerte, ver osos de anteojos, venados, pumas y cóndores también aporta.
Es recomendable mantener controlada la respiración en todo momento y parar por un primer refrigerio a mitad del valle. El segundo se hace tras superar el empinado Paso del Puma, en la laguna Seca, donde la vegetación comienza a escasear y la nieve se siente más cerca. Sobre el mediodía, luego de presenciar cómo el agua brota de los frailejones y de pasar por dos lagunas más y la cueva del Hombre, se llega finalmente a la laguna Grande de la Sierra.
Majestuosa, con sus 35 hectáreas de extensión, la laguna es un increíble espejo de agua, a veces plateado, a veces azul glaciar. Como una galería, sus aguas están rodeadas por las cumbres pálidas del Cóncavo, el Concavito, Portales, Toti, Pan de Azúcar, el Púlpito del Diablo y el peligroso Paso de Bellavista. Cada uno más imponente que el anterior, parecen abalanzarse sobre los caminantes que los admiran sin aliento.
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Hace 20 años, dicen los guías, la nieve llegaba hasta la laguna y todos podían caminar, tocarla y jugar con ella. Hoy, cuando el parque lleva poco más de un año de apertura al público luego de cerrar por pedido de los u’wa, hay que caminar, con mucho respeto, otra media hora para ver la capa blanca que protege el glaciar en la cima de las montañas. Los guías cuidan con recelo que ningún turista cometa una imprudencia, pues cualquier descuido puede llevar a una nueva clausura preventiva.
Sin embargo, con las piernas cansadas y los pulmones a toda máquina, ver la nieve y ser testigo de la riqueza natural de Boyacá, y del país, es motivo más que suficiente para llenar el corazón y alivianar los huesos. A las dos de la tarde, mientras un cóndor vuela sobre la cima del cóncavo, se emprende el descenso hacia La Esperanza.
* Por invitación de la Gobernación de Boyacá.