Cada inyección de Spinraza podría costar cerca de US$ 125.000, llegando a los US$ 2 millones por el tratamiento de un año completo.
Han sido meses difíciles para Juan Felipe Araújo. La primera vez que hablamos, a finales de mayo, tenía una rutina agitada. Sus días transcurrían entre salas de hospitales de Valledupar, reuniones con médicos, llamadas a su EPS y viajes a Bogotá. Los alternaba con lecturas de leyes para descifrar el sistema de salud y con textos científicos que le ayudaban a entender una enfermedad genética tan extraña como su nombre: atrofia muscular espinal. Sus hijas gemelas, hoy de diez meses, habían sido diagnosticadas con esta enfermedad huérfana el 20 de abril. Para tratarlas y evitar su muerte, le advirtieron, necesitaría el que podría ser el medicamento más costoso del planeta. ¿Su nombre? Nusinersen o Spinraza, como se conoce comercialmente.
El caso de Elena e Isabella, como se llaman las gemelas, se volvió popular en redes sociales. Varios medios lo contaron con el tono de indignación que provocan estas historias. ¿Cómo no hacer lo posible para traer el medicamento?, preguntaban. Pronto sucedió lo previsto: hubo peticiones al Ministerio de Salud para que asumiera el costo y al Invima para que autorizara su entrada a Colombia. También, especialmente en Valledupar, hubo aportes voluntarios y donaciones. La meta era muy alta. Aunque no hay una cifra precisa, cada inyección podría valer cerca de US$125.000. Los cálculos de Juan Felipe indicaban que para un año y medio de tratamiento necesitaría US$2 millones. Un monto impagable, decía.
Las adversidades que vienen con la atrofia muscular espinal (AME) esconden una gran complejidad que resume los enormes dilemas que enfrentan los sistemas de salud. Es una discusión que no sólo se ha presentado en Colombia y en la que todos, desde diferentes puntos de vista, parecen tener la razón. Pero, como escribió en su blog el ministro Alejandro Gaviria, este asunto “casi trágico” debe trascender las pasiones, las opiniones y la indignación.
Complejidades genéticas
Siddhartha Mukherjee es hindú y médico de la Universidad de Harvard. En su último libro, El gen. Una historia personal, incluye una buena anécdota que ayuda a entender este debate. Escribe que en 2013, en San Diego (EE. UU.), asistió a uno de los congresos más provocativos: “El futuro de la medicina genómica”. Allí conoció a una joven de 15 años con un síndrome genético inusual que atrofiaba sus músculos y le causaba temblores. Las culpables eran dos mutaciones en dos genes, la unidad básica de información hereditaria. Aunque en 2012 probó un medicamento que la alivió, la enfermedad regresó con el tiempo. No desaparecieron los temblores ni la silla de ruedas.
El ejemplo lo retomaba para abordar otra discusión difícil. La opción de que los padres puedan conocer la secuenciación completa de los genomas de sus hijos antes de que nacieran y, si es el caso, interrumpir el embarazo. “Cuanto más avanza la tecnología”, remataba el organizador del congreso, “nos adentramos en territorios desconocidos. No cabe duda de que tendremos que enfrentarnos a decisiones increíblemente escabrosas. En la nueva genómica hay muy pocos almuerzos gratis”.
Como sucedía con esta enfermedad, la AME también provoca atrofia muscular por una mutación en un gen con un nombre difícil de recordar: el SMN1. Se trata de un gen anormal que porta buena parte de la población, pero sólo genera la enfermedad cuando el hijo hereda la copia defectuosa de ambos padres. Aunque la probabilidad de que eso suceda es baja (uno en cada 10.000 nacimientos vivos), cuando se presenta tiene complicaciones muy serias. En el caso de la AME tipo I (hay cuatro tipos) suele haber disminución en los movimientos de los miembros, dificultad para alimentarse y para respirar. Con frecuencia, los pacientes necesitan soporte ventilatorio. También puede haber anormalidades esqueléticas y curvatura de la columna. Este tipo, que es el de las gemelas de Valledupar, se presenta en los primeros seis meses y la esperanza de vida es corta: dos años. Sin embargo, cognitivamente no tiene ninguna complicación.
Para explicar lo que sucede con este tipo de mutaciones, los genetistas usan una buena metáfora. Hay que imaginar que el genoma es un gran libro con muchas letras (tantas que, dice Mukherjee, equivaldría a 66 veces el tamaño de la Enciclopedia Británica). Cada hoja es un gen encargado de producir una proteína con una función específica, como controlar la talla o el color de los ojos. Y cada una de esas hojas está compuesta por varios renglones que en el argot médico son conocidos como exones.
Lo que sucede con el gen SMN1, cuenta Paola Páez, especialista en genética médica y miembro de la Asociación Colombiana de Genetistas (ACMGen), es que la hoja debería estar completa, pero le falta un renglón y “sin él no se entiende nada de lo que dice en esa hoja”. Eso impide que produzca su proteína (también llamada SMN1) cuya función es esencial: mantener viva la motoneurona en la médula espinal, clave para el movimiento de los músculos. En términos más coloquiales, los “cables” que llevan el impulso nervioso hasta los músculos están dañados y, por ende, se atrofian. “El cerebro manda la orden, pero no llega a los músculos porque la transmisión está alterada”, dice Ignacio Zarante, médico genetista.
Las consecuencias de esa mutación genética se pueden expresar a diferentes edades y varían en su intensidad. Para efectos prácticos, la medicina la ha clasificado en cuatro tipos: tipo I (se presenta antes de los seis meses de edad), tipo II (entre los seis y 18 meses), tipo III (entre los dos y los 17 años) y tipo IV (en la adultez). Hasta 2016, los caminos para tratarla eran, básicamente, cuidados paliativos, pero ese año la Administración de Drogas y Alimentos de EE. UU. (FDA) aprobó el primer medicamento: Spinraza, comercializado por Biogen de Cambridge, Massachusetts y desarrollado por Ionis Pharmaceuticals de Carlsbad, California.
Medicamentos revolucionarios
La discusión sobre la información genética humana , que había inquietado a científicos y filósofos por muchos siglos desde tiempos de Pitágoras y Aristóteles, dio un giro en la década de los noventa del siglo XX. La llegada de la terapia génica cambió los términos del debate. Que los genes pudiesen ser cambiados voluntariamente en los cuerpos humanos abrió nuevos caminos para pensar nuevas soluciones. Ya se han visto casos exitosos en algunos tipos de cáncer y en hemofílicos.
Spinraza hace parte de esa “era genómica”. En palabras sencillas, intenta estimular un gen parecido al SMN1, que la genética llama con obviedad el SMN2. Se trata de un gen (o una hoja del libro) que alguna vez fue funcional pero dejó de serlo. Un pseudogén, para usar términos más precisos. La intención, entonces, es que el medicamento, inyectado por la espalda, para que llegue al líquido cefalorraquídeo, reviva ese “cadáver” de gen y produzca la proteína que devolvería a los músculos su movimiento.
La idea, a los ojos de genetistas como Páez y Zarante, es brillante. Pero la discusión tiene varias aristas. Las principales son su costo y su eficacia. Sobre esta última, el Instituto de Evaluación Tecnológica en Salud (IETS) preparó un documento preliminar, conocido por este diario, en el que resumió la evidencia disponible. Saltándonos los tecnicismos de las tres fases hechas en los ensayos clínicos, en los que se evaluaron la seguridad y las repuestas motoras en los pacientes (todos menores de un año), la conclusión del IETS fue la siguiente: “Se cuenta con poca evidencia que demuestre la eficacia del tratamiento con nusinersen (o Spinraza) en niños con AME. Sin embargo, la evidencia identificada muestra que el tratamiento tiene probabilidad de mejorar la función motora y sobrevida”.
El documento hacía una recomendación: “No se realizó la evaluación de la calidad de la evidencia, por lo cual sus resultados deben ser evaluados e interpretados con precaución”. La Agencia Europea de Medicamentos, aunque aprobó el Spinraza, también consideró que los estudios clínicos eran insuficientes y solicitó uno más completo sobre su eficacia. Los resultados se conocerán en 2023.
En otras palabras, Spinraza permitía que los pacientes llevaran a cabo algunos movimientos (levantamiento de brazos o control de cabeza, por ejemplo). En el ensayo clínico fase III, el que más niños agrupó (122), el porcentaje de quienes mostraban una respuesta motriz tras la aplicación del fármaco, era solo de la mitad (51 %). “El tratamiento temprano puede ser necesario para maximizar el beneficio del medicamento”, apuntaban.
Lo difícil, asegura Zarante, es que el diagnóstico no siempre se hace a tiempo. “Como es una enfermedad degenerativa, los síntomas pueden apuntar a otra causa. En ocasiones se termina haciendo el diagnóstico a los ocho meses, cuando se hace una prueba molecular. Es un examen que puede valer $2 millones o $3 millones (US$ 696 o US$ 1.000) y es imposible hacérselo a todos los recién nacidos”.
En este punto, las preguntas que empiezan a plantear los casos de AME y Spinraza son muchas y muy difíciles. ¿Los resultados obtenidos hasta el momento representan eficacia? ¿El medicamento traerá calidad de vida a los pacientes? ¿Cuándo se debe negar o aceptar uno de estos tratamientos? ¿Por qué invertir cantidades de dinero tan altas en casos en los que el pronóstico no es seguro, descuidando otras enfermedades curables? ¿Cómo zanjar esas tensiones entre los intereses individuales y colectivos? ¿Puede el sistema de salud colombiano asumir esos montos? ¿Quién debe tomar estas decisiones de vida o muerte?
Juan Felipe Araújo, padre de las gemelas, sabe que el debate es complejo, pero su posición es clara: “Me han dicho que no existe evidencia científica que demuestre que el medicamento va a ser efectivo. Pero tampoco existe evidencia que diga lo contrario. Un padre buscaría el tratamiento para sus hijas. Es un debate a nivel mundial que el mundo debe solucionar y zanjar”.
Claudia Sánchez, directora de la Fundación Atrofia Muscular Espinal Colombia Sara y Sofía (Famecol), que reúne a 70 pacientes con AME, tiene una postura similar. “Para las familias y los afectados, levantar un brazo es un progreso inmenso. Si un paciente que no podía ni girarse en la cama ni sostener su cabeza levanta una extremidad, eso simboliza un paso muy grande. A la hora de hacer los análisis económicos deberían también tener en cuenta todo lo que le cuesta uno de estos pacientes al sistema”, dice. Terapias físicas, sillas de ruedas, acompañamiento permanente y pañales son algunas de sus cuentas.
Además de estos dilemas, hay otro aspecto difícil de resolver. Como la AME es una enfermedad huérfana, las posibilidades de conseguir pacientes para llevar a cabo estudios son pocas. “Entonces no podemos esperar a que haya muestras robustas, porque no las vamos a encontrar. La evidencia no se puede subestimar, así sea limitada, aunque hay que mirarla con mucho cuidado. Tampoco podemos esperar los resultados de 2023. ¿Es ético no darle Spinraza a un niño con AME mientras tanto?”, se pregunta la doctora Páez. “Es un debate muy difícil”, insiste.
Los caminos para resolver estas disyuntivas son los mismos que hoy se plantean otros países. Nadie ha encontrado la respuesta. Zarante sugiere una ruta en la que ONG, como sucede en algunas naciones, busquen recursos internacionales, y el Estado aporte un porcentaje. La doctora Páez hace un llamado a que las sociedades científicas, asociaciones de pacientes y genetistas se involucren más activamente en la toma de decisiones. Para Claudia Sánchez, una posible solución es que el Gobierno se siente a negociar con el laboratorio y lleguen a un pacto para bajar el precio.
“Pero también hay un aspecto clave en esta discusión”, dice la doctora Páez. “Hay un grupo de enfermedades huérfanas que no son visibles porque no hay un medicamento polémico detrás. Muchas ni siquiera tienen uno en experimentación y todas merecen la misma atención”.
Una salida
Una de las primeras veces que Alejandro Gaviria habló en público sobre la discusión que generaba este caso fue el 3 de mayo, en un evento del Minsalud. En él participaban invitados de Argentina, Brasil y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), así como los principales representantes de la industria farmacéutica. Los habían citado para presentarles los avances de una decisión que hace tiempo ha estado evaluando esa cartera: crear una nueva metodología que impidiera que fármacos sin mucho valor terapéutico terminaran en el mercado colombiano con precios exorbitantes e hicieran tambalear las finanzas del sistema de salud. Los ejemplos abundan.
La propuesta ha levantado ampollas en el sector e incluso la discusión fue elevada a las negociaciones para entrar a la OCDE. Sin embargo, hace un par de semanas el Minsalud expidió el borrador de una circular que establece esa metodología para controlar los precios de los medicamentos. En resumen, la ecuación intenta trazar una diferenciación de precios de acuerdo a qué tan bueno es un fármaco. Si no es eficaz y su aporte terapéutico es bajo, las posibilidades de que entre a un costo alto son muy bajas.
Es poco probable que esa circular empiece a regir antes de que acabe este gobierno. Con suerte comenzará a funcionar en diciembre, aunque hay una incertidumbre que ya se menciona en los pasillos: ¿la frenará el próximo presidente? El otro interrogante que podría desprenderse de esta iniciativa es qué pasaría con el Spinraza a la hora de pasar por ese filtro, teniendo en cuenta sus limitados resultados de eficacia.
Es imposible tener una respuesta, pero, mientras eso sucede, Juan Felipe Araújo recibió una buena noticia hace dos semanas. Biogen, el laboratorio que lo comercializa, accedió a dar el tratamiento gratis a sus hijas y a otros tres pacientes colombianos. Espera que en un mes reciban las primeras dosis.