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Así viven su final los pacientes que optar solo por cuidados paliativos
Lunes, Mayo 7, 2018 - 13:00

Fallecer sin sufrimiento y lejos de los tratamientos agresivos que no aseguran una recuperación es parte de lo que buscan estas personas.

Sobre la mesa están regadas un sinfín de historias médicas. “2 mg de clonazepam”. “Morfina en gotas cada 4 horas”. “37 años, carcinoma gástrico”. “Hiporexia, náuseas, dolor”. El equipo médico, de 18 personas, se toma turnos para hablar sobre cada caso: pacientes que han elegido salir de los hospitales y volver a sus casas para morir allí, sin sufrimiento. Los nombres de 78 personas se intercalan con datos sobre su diagnóstico, con las dosis de morfina que deben aumentar y sobre si sus familias están al tanto del proceso de deterioro. Hora y media después, el equipo se divide. Unos se quedan allí, en la sede administrativa del centro médico Cuidarte Tu Salud, en el barrio Normandía de Bogotá, mientras un pequeño grupo se prepara para hacer las visitas domiciliarias. Tres van a la ruta sur y otros tres cogen la ruta norte.

Una hora larga después de viajar en carro, el primer grupo llega a la casa de Sandra Liliana Gutiérrez. Lo primero que los médicos mencionan sobre ella es su edad y diagnóstico. Tiene 32 años y un linfoma de Hodgkin, un tipo de cáncer que fue creciendo, le hizo metástasis en los pulmones, le causó neumonía y por el que le tuvieron que hacer constantes drenajes. Sandra, uno de los casos que solo horas antes estaban analizando sobre la mesa, los recibe sentada en su cama, con dificultades para respirar. Su voz delgada sale tropezada mientras sus pulmones, ya colapsados, hacen un esfuerzo para tomar así sea un poco de aire.

–¿Te duelen las costillas?, le pregunta María Alejandra Umbacia, la médica de cuidados paliativos del equipo.

– No.

–¿Los brazos?

–No

–¿Te duele pasar?

–Mmm, no.

–¿Y el dolor de las piernas?

–Sí, las piernas es lo que más me duele. Pero es por la quietud, ya no tengo nada de fuerza, es terrible, necesito que me paren.

Sandra le pide a su doctora que le inyecte “rescate”, el sobrenombre que se les ha dado a las dosis adicionales de morfina cuando no se logran controlar los síntomas. En octubre de 2017 ella tomó la decisión de prepararse para morir, cansada del desgaste que le producían la quimio y la radioterapia, los drenajes y todo el encarnizamiento terapéutico al que se sometió en la Clínica Méredi. Sabía que sus posibilidades eran muy pocas. Eligió ser realista.

A veces duda de su decisión. “Pienso, mi dios, me debí haber hecho más quimio, o no la debí haber hecho desde el principio. No sé. Es un conflicto, porque finalmente también estaría así, pero lejos de mi familia. Es el mismo resultado, pero con diferentes rutas”. Sus seis años de trabajo como psicóloga se notan en su actitud reflexiva. La diferencia es que las herramientas que antes les daba a otras personas para entender su paso por la vida, ahora se las tiene que aplicar ella misma. Pero nunca es suficiente. “Saber que uno se va a morir es difícil, porque uno a los 32 años quiere vivir. Entonces hasta un comercial de televisión te choca en algún momento, porque ves vida en todos lados y tú no la tienes. Eso molesta, eso duele”. Su orden es que no la intuben, ni que la reanimen. Ha contemplado la opción de la sedación paliativa.

“Saber que uno se va a morir es difícil, porque uno a los 32 años quiere vivir. Entonces hasta un comercial de televisión te choca en algún momento, porque ves vida en todos lados y tú no la tienes. Eso molesta, eso duele”

La elección de Sandra fue una intuición, pero de alguna manera ella estaba poniendo en práctica una batalla de la que viene hablando el ministro de Salud, Alejandro Gaviria, desde hace unos años. Vencer el miedo que los sistemas de salud le tienen a la muerte. Un miedo tan profundo y que está tan arraigado a nuestra noción de la muerte, que hace que se gasten millones de pesos en medicamentos, tratamientos y hospitalizaciones con tal de alargar la vida unos pocos meses. Incluso, sólo semanas.

En el libro que escribió Gaviria tras sufrir de cáncer –en el caso de él era un linfoma no Hodgkin– hay dos datos que repite constantemente: en el 2017, un estudio publicado en el British Medical Journal reveló que el 40 % de los nuevos medicamentos oncológicos no aumentan la sobrevida. El 40 % de los oncólogos en Estados Unidos confesó haber formulado de manera consciente medicamentos innecesarios. “Los incentivos perversos de la medicina moderna (pagar por hacer sin reparar en las consecuencias) y los efectos inesperados del cambio tecnológico (prolongar la vida, pero no la dignidad) han transformado completamente nuestra forma de morir”, cuenta el ministro. (Lea también: Cuidados paliativos, mejores que tratamientos invasivos en pacientes terminales)

Eli Ginzberg, un economista de la Universidad de Columbia, en cambio le llamó simplemente “el alto costo de morir”. Un estudio canadiense publicado en la revista Wiley Cancer da una idea más clara: en el último mes de vida, los tratamientos agresivos son 43 % más costosos que la atención no agresiva en este país.

Los cuidados paliativos, los que eligió Sandra, son una forma de contrarrestar esto, el miedo tan adverso que nos da discutir nuestra propia muerte. Como diría más adelante el doctor Juan Carlos Hernández, especialista en cuidados paliativos, es una forma de volver a lo más esencial de la medicina: al cuidado compasivo.

Más allá de la morfina

Ruth Mariela García tiene tatuado un corazón sobre el pecho, del que sobresalen dos iniciales: M y A. M por ella y A por Ángel, un antiguo amor que tuvo cuando era joven. El tatuaje, cuenta entre risas, se lo hizo su actual esposo, Martin, que en ese entonces era solo un amigo. Se lo tatuó de una forma precaria: amarrando cuatro agujas y untando su punta en tinta china. “Es que yo fui loca, fui loca. Yo creo que diosito me está diciendo ya, ya como que vivió mucho”, comenta.

Los dolores de Ruth comenzaron en diciembre del año pasado. Un ardor en la boca del estómago que, en principio, le trataron con tarros de milanta. En enero, y un mes después de pasar por varias clínicas, biopsias y hospitalizaciones, a sus 44 años Ruth supo que tenía cáncer de colon y ovario con carcinoma mucinoso peritoneal. Su estómago empezó a crecer, a llenarse de líquido, y hoy celebra que sólo mida 111 centímetros. Dos menos que ayer. Después de drenar el líquido por segunda vez, sin hacer quimioterapia, los médicos le ofrecieron la opción a Ruth de entrar a cuidados paliativos, algo de lo que no había escuchado antes. “Yo no lo dudé. Quería estar en mi casa con mi niña, con mi nieta de dos meses, que es el arranque de mi vida ahorita”.

Como Ruth, la segunda paciente que visita el equipo médico de Cuidarte Tu Salud en el día, la mayoría de personas no conocen que existe la opción de recibir cuidados paliativos, hasta que se los plantean con un “ya no hay nada más que hacer con la enfermedad”. Ni siquiera conocen la palabra. A pesar de que hay una ley que los cobija, la 1733 de 2014, y cinco documentos más, entre circulares y resoluciones que los regulan, en Colombia su visibilidad es mínima. Son una alternativa de la que no se habla.

Desde el Observatorio de Cuidados Paliativos de la Universidad El Bosque, el doctor Miguel Antonio Sánchez ha intentado medir con escrutinio su avance en Colombia desde hace dos años. El panorama no es bueno. En sólo el 2016 ocurrieron 136.846 muertes, de las cuales el 40 % eran susceptibles de recibir cuidado paliativo, pero su intuición le dice que la mayoría de los colombianos están muriendo con dolor. ¿Cómo lo sabe? Porque el consumo de opioides per cápita en el país (1,49 mg) es cuatro veces inferior a la media mundial. 

Recibir morfina ayuda. Esto lo asegura Ruth. Pero es sólo una mínima parte de lo que se busca hacer con el cuidado paliativo. Ser consciente de que está al final de su vida no le ha bajado el ánimo, así sus palabras estén llenas de nostalgia por una vida que ahora le suena antigua. Cuando trabajaba en una casa de familia, cuando era la que preparaba las fiestas y cuando era la que cuidaba de sus dos hijos. Roles que ahora cambiaron. Eso, tal vez, es lo que más dificultad le ha costado. No la muerte, no el dolor, sino sentirse una carga. “Sentirme inútil, como si fuera una carga para ellos”. Por eso, el trabajo que han hecho con psicología es hacerla entender que no se ha convertido en una carga.

Al frente de la cama, al otro lado del cuarto, está su nieta en la cuna, y la idea de que estamos aquí en un juego de relevo nunca había cobrado más sentido.

Una casa para morir asesorado

En Presentes, una casa ubicada en el barrio Atabanza de Bogotá, se atienden, en promedio, 140 pacientes al mes. Un número alto debido a que las personas que llegan allí suelen estar en el fin de sus vidas. En los corredores de este lugar, una especie de hospedaje donde las personas van a morir, hay mandalas y cartas de agradecimiento. Al fondo, una pequeña capilla que ha ido siendo decorada por los pacientes que dejan sus íconos religiosos, seguida de un patio y, adentro, seis habitaciones.

Su gerente, el doctor Juan Carlos Hernández, llegó al cuidado paliativo después de “pelearse con la medicina moderna”. Necesitaba algo que quebrara con la falsa idea de que los médicos deben mantener la vida a toda costa. En un viaje que hizo a Argentina, escapando, encontró un modelo de “hospice”, como el que lidera hoy, en donde a las personas las cuidaban compasivamente al final de la vida, y decidió traérselo para Colombia, convirtiéndose así en el único “hospice” u hogar de cuidados paliativos en el país. Pero Hernández es consciente de que los cuidados paliativos han encontrado resistencia en el país. Los pacientes los interpretan, erróneamente, como una sentencia a muerte, y a los médicos no los entrenan para cuidar a los pacientes al final de la vida. En Colombia, sólo dos facultades de medicina, la del Rosario y la de la Sabana, ofrecen paliativo en su pénsum y sólo hay 91 egresados en esta subespecialidad.

“Un artículo del New England Journal of Medicine publicado en 2012 incluso encontró que cuando se ofrecen adecuados cuidados paliativos, el paciente vive más y mejor”, comenta Hernández sentado en su consultorio. Así reciban tratamientos menos agresivos, pueden llegar a vivir hasta dos meses más, ya que tienen un mejor ánimo y les mejora la calidad de vida.

El desconocimiento sobre qué es el cuidado paliativo ha hecho que los pacientes le lleguen a Hernández maltratados por el sinfín de tratamientos, procedimientos e hospitalizaciones a los que los han sometido. “La mayoría de los pacientes nos llegan cuando sólo les quedan cuatro días de vida. Cuando el paciente ya ha sufrido un montón por encarnizamiento terapéutico, y ya no puede tomar decisiones de manera voluntaria. Y no debería ser así. Los paliativos se deberían ofrecer paralelamente, desde que la persona es diagnosticada”.

En el afán de exprimir hasta la última gota de vida también se exprimen los recursos de los sistemas de salud. Demostrarlo en el caso de Colombia se codea con lo imposible, pues la pregunta apenas se comienza a hacer. Pero en la revista de Ciencias de la Salud de la Universidad Javeriana hay un intento por aclarar el panorama. En el país, un paciente con cáncer gástrico, el cuarto en incidencia y el segundo en mortalidad, cuesta en promedio 60 dólares al día. “Teniendo en cuenta los costos relacionados, el cuidado paliativo en casa podría ser una asignación apropiada de recursos en salud con beneficios potenciales para los pacientes”, es la conclusión a la que llegan.

Hay una cosa que el doctor Juan Carlos Hernández no está dispuesto a aceptar en su clínica: la indolencia. Y para evitarla se ingenió una prueba que aplica a cada médico, psicóloga, trabajadora social o enfermera que se une al grupo. Les pide imaginar que son ellos quienes están a punto de morir. Resolver la duda de cómo quieren morir.

La pregunta es una que no sólo se repite con el personal médico, sino con cada uno de los pacientes, quienes ya la resolvieron. Que suceda sin dolor y sin sufrimiento. Que se tenga dignidad hasta el último segundo. Que me seden paulatinamente antes que morir ahogado. Que la familia no me vea sufrir, pero que sea rodeado por ellos. Que mis hijos queden libres de angustias económicas.

Antes de acabar la entrevista porque el efecto de la morfina ya la empieza a dormir, Sandra hace una última reflexión sobre la vida: “Lo último que quisiera decir es que la gente tiene que aprender a vivir la vida con lo que tiene, disfrutar lo que tiene y lo que va consiguiendo. Porque la vida es demasiado corta. Y algo así como correr, no quedarse ahí, sino vivir intensamente, porque es demasiado corta. No se imaginan cuánto”. Sandra falleció el 16 marzo de 2018, días después de ser entrevistada para este reportaje.

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El Espectador