La voz interior de los viajeros cobra fuerza a medida que recorren una región canadiense marcada por el impacto de un meteorito.
Nadie podría imaginar por qué ese grupo de viajeros se mantenía en silencio absoluto mientras miraba fijamente a un mismo punto en el bosque de Charlevoix, lejos de cualquier rastro de vida humana.
Todos permanecían de frente a un paraje boscoso que hacía de escenario a un acto sin hora de inicio confirmada; todos, en espera de que apareciera en escena la figura deseada o al menos, algún rastro de sus pisadas o gruñidos: ellos estaban ahí para observar a una pareja de osos más ocupada, quizás, en explorar senderos menos concurridos, lejos de la mira humana.
De pronto, un crujido cimbró los cimientos del mirador de madera donde se encontraba el grupo en el momento exacto en que uno de ellos se sujetara de un barandal, salvándose de caer en zona de peligro, cerca de donde podría aparecer en cualquier momento la pareja esperada. Algunos dudaron en girar la cabeza por temor a descubrir a un gigante negro apareciendo.
Pero fue un ataque de risa proveniente del suelo el que eliminó el estrés y contagió de alegría al resto: no había osos a la caza, era sólo el desgaste natural de unos troncos lo que les había jugado una broma. Y a partir de ese momento, la espera transcurrió entre miradas que delataban el nacimiento de una fuerte complicidad en aquel grupo integrado, hasta entonces, por desconocidos.
El avistamiento del oso negro en su hábitat es uno de los atractivos que más llama la atención de quienes visitan el bosque en Charlevoix. Y en aras de un encuentro con el gigante canadiense, el Albergue du Ravage, al pie del lago Moreau, inyecta una calidez familiar en sus huéspedes gracias a los troncos de madera que atraviesan la propiedad, con sus chimeneas y salones que invitan a liberar la tensión del día a través de suspiros.
“Este silencio permite escuchar con más fuerza los pensamientos”, dice Noel al primer grupo de mexicanos que aloja en la propiedad a su cargo. Después los guía a sus habitaciones mientras les reitera la invitación a agudizar los sentidos para calibrar la intensidad de un silencio que siente muy suyo y que disfruta compartir.
En minutos, todos siguen su consejo; sin embargo, ni el viento revela su presencia ante la vigía de un grupo que comienza a clarificar sus ideas, a destrabar conceptos y hasta a recordar viejos anhelos al adentrarse en un silencio lleno de paz y confianza que, en poco tiempo, conduce a todos al reino de los sueños.
A la mañana siguiente, el aroma del café se cuela por la puerta para golpear el olfato de quienes continúan durmiendo. Es un aroma mezclado con la esencia de los pinos, del lago, de las pieles y hasta del humor de quienes madrugan y regresan tras explorar nuevos senderos.
Algunos de ellos vuelven a dirigir la mirada al mismo escenario boscoso que auscultaran sin descanso la tarde anterior, pero esta vez, a través del ipad del gerente del hotel y entonces descubren escenas del gigante en compañía de su familia. Mientras tanto, Noel sigue lamentando el no haber podido concretar un encuentro que seguramente anhelaba más que sus invitados.
Del verde al infinito
La siguiente parada del recorrido es en el Parc National des Grands-Jardins, cuyos senderos trazados por el hombre se abren paso entre la naturaleza para descubrir parajes dominados por la roca y el azul sereno del cielo. En las plantas, el verdor desprende por partes iguales hongos, vida y gotas de rocío en cada una de sus ramas.
En ese parque, niños, ancianos, parejas jóvenes y grupos de viajeros llenan los pulmones con el que debe ser el aire más puro de Quebec a medida que conquistan, a su propio paso y hasta donde las fuerzas les permiten, una montaña accesible que se entrega sin exigencias físicas; una montaña que incluso parece reverdecer a cada pisada.
Eventualmente, la llegada a la base del parque descubre un kiosco informativo que comparte espacio con un comedor al aire libre donde se venden hot dogs preparados a la leña, servidos con pepinillos y mostaza; platillo que congrega a decenas de montañistas gracias al olor que desprenden las brasas.
Después, el grupo se enfila hacia una nueva parada que les permitirá conocer la historia de una comunidad que nació tras la caída de un meteorito. Serán nuevas vistas las que apunten, esta vez, a la bóveda celeste; todos tienen ganas de resolver algunos secretos del universo.
Y horas más tarde, al llegar al Observatorio Astronómico de Charlevoix, son conducidos a una terraza por Jean-Michel Gastonguay, astrónomo y académico a cargo del lugar. Ahí, un telescopio y un ipad manipulados por este científico de mirada curiosa despiertan el interés de los visitantes, dando inicio a una lluvia de preguntas que lo obliga a sacar del bolsillo un apuntador, capaz de trazar caminos imposibles en el firmamento. El haz luminoso que desprende su mano parece tocar la superficie de estrellas ubicadas a millones de años luz de distancia, y en medio de la contemplación, su telescopio se posiciona automáticamente para apreciar la superficie lunar.
Entonces un nuevo silencio se apodera de los viajeros, pero esta vez, es interrumpido por el zumbido que hacen algunas ráfagas de viento. Después, en una sala del observatorio, el científico explica las particularidades de la región con ayuda de una maqueta que recrea el impacto provocado por el meteorito millones de años atrás. Y también lanza un comentario que deja fríos a algunos: “bastaría el impacto de un meteorito de apenas 1 kilómetro de diámetro para acabar con cualquier forma de vida en la tierra”. De nuevo, el silencio se apodera del ambiente.
Paseo entre nubes
Amanece en Charlevoix y la llegada de un nuevo día regala un firmamento claro e inmenso que se presenta listo para ser conquistado por los viajeros, esta vez, a bordo de un aeroplano. Todos quieren observar las vistas arboladas y campestres de la región de primera mano.
Al llegar al pequeño aeropuerto de Charlevoix, el grupo es recibido por un nuevo anfitrión que explica con gran entusiasmo el trayecto que habrán de seguir en las alturas y es así como observan un círculo rojo que delimita el impacto del meteorito para después formar grupos de cuatro personas y abordar el aeroplano. Están a punto de surcar el paisaje celeste de una región vinculada como pocas con el espacio exterior.
El despegue de la aeronave arranca sonrisas nerviosas en la concurrencia y hasta algunas persignadas entre quienes miran con avidez la orilla del río St. Lawrence desde las alturas, río cuya grandeza, literal y estética, le permite emular al infinito del mar sin mayores contratiempos. La vista al otro lado del aeroplano, en tanto, descubre los primeros brotes de otoño en un bosque canadiense que se torna pelirrojo una vez al año.
El vuelo dura sólo 20 minutos y si bien algunos vaivenes inesperados son capaces de contraer los estómagos más ligeros, la presencia bonachona del capitán es suficiente para devolver la tranquilidad. Tanto que los aplausos tras el descenso coronan sus esfuerzos. Y es entonces cuando algunos de los viajeros toman conciencia de que el fin de semana está a punto de concluir mientras perciben, al unísono, el nacimiento de la nostalgia.
Nostalgia que acompaña el camino al aeropuerto de la ciudad de Quebec, donde habrán de iniciar su regreso a la Ciudad de México. Pero esta vez el trayecto transcurre en medio de otro tipo de silencio; de un silencio motivado por la sucesión de recuerdos frescos que compiten entre sí por ocupar un espacio en un álbum de memorias que acaba de dar vuelta a su última página.