La cantante, la rebelde y la enamorada son retratadas en un documental que hace una semblanza de sus 93 años de vida, influenciados por algo más que la música mexicana.
Más allá de la fuerte voz que representa a una de las artistas más importantes de la música tradicional mexicana, a Chavela Vargas la forjó el feminismo, mientras que el alcoholismo casi la acabó. Y casi la acabó porque ni una poliomielitis, ni un cáncer, ni mucho menos la muerte, han logrado callar a “la dama del poncho rojo”, como la inmortalizó Joaquín Sabina en El boulevar de los sueños rotos.
La vida de María Isabel Anita Carmen de Jesús Vargas Lizano fue mucho más allá de sus rancheras, interpretadas con una voz fuerte, casi varonil, con las que ella aseguraba que lloraba por dentro, porque no había nada más cursi que llorar frente a su público. Pero así mismo sabía que no había nada más cursi que su propia vida.
Una de las cantantes más representativas de la música mexicana, no era mexicana. Nació en San Joaquín de Flores (Costa Rica) en 1919, en medio de una familia que, según ella recordaba, la escondía cuando llegaban las visitas. Su mamá, una aristócrata adinerada, temía por las veces en que María Isabel le lloraba a la luna. Temía por la extraña forma en que vestía y se comportaba su hija.
Por eso, cuando se separaron sus padres, no dudó un momento para irse a vivir con sus tíos. Tuvo una ceguera de infancia que, aseguraba, curaron chamanes con tanta efectividad como años más tarde lo volvieron a hacer cuando le dio poliomielitis. Y como después se encargaría de difundir, también lo hicieron casi al final de sus días cuando dejó el alcoholismo y su obsesión por el cigarrillo. No creía en Dios, creía en los dioses que adoraban los indígenas.
Ya un poco más grande y sin ataduras, viajó a México, su tierra, su nueva y primera patria, donde se descubriría pero, quizás lo más importante, encontraría a personajes como José Alfredo Jiménez, junto a quien se hizo grande, porque en él halló un compadre, un colega y un compinche con quien caer borracha entre mariachis y cancioneros.
Esta es solo una parte de la historia. En el documental Chavela, ella misma recuerda que en un acto de rebeldía decidió dejar atrás los tacones, para llevar siempre un poncho y pantalones en el escenario, con los que demostraba su fuerte carácter y hombría, que le permitía destacarse entre hombres como Agustín Lara o Facundo Cabral, pero además, que le daban una identidad fuerte, rebelde, solitaria y lesbiana. “Ella nunca se escondió y por eso fue muy importante, eso fuera parte importante de la película”, asegura Catherine Gund, directora del documental.
La película gira en torno a una entrevista que la directora le hizo a Chavela en 1991, cuando la veterana cantante decidió volver a los escenarios luego de un largo silencio de 13 años. Amena y siempre dispuesta a responder cualquier pregunta, la artista dejaba siempre algo muy claro: “Pregúnteme lo que quiera, pero no de dónde vengo sino a dónde voy”.
Y esto era principalmente porque Chavela era una maestra en crear relatos, como lo recuerda Gund, “ella nos cuenta lo que quiere que sepamos en cada momento”. Por ello, cada una de sus anécdotas es contrastada con entrevistas de personas que la conocieron, como Pedro Almodóvar y la abogada Alicia Pérez Duarte, con la que mantuvo una relación durante sus último años.
Chavela es retratada desde el amor. Las cantantes Eugenia León y Tania Libertad la recuerdan como la gran cantante que sigue siendo, pero también como la mujer que estuvo con todo México. Dentro de los recuerdos de “La Chamana”, como muchos la llamaban, recuerdan el matrimonio de Elizabeth Taylor y Michael Todd, en el que aseguran, amaneció con Ava Gardner.
Su amor fue infinito, así como su soledad. Conoció una noche a Frida Kahlo y Diego Rivera, y se quedó a vivir con ellos por más de un año, en el que mantuvo una relación con la pintora que superaba la admiración. “Vivo para Diego y para ti. Nada más”, le decía Kahlo, “parecía una potranca también, como yo, una yegua, de las que cuesta domar, de las que nunca se doman”, la recordaba Vargas.
Su vida no fue solo la música. Incursionó en la actuación en la película La soldadera, en la que interpretaba a una mujer contestataria como ella. Años más tarde la buscaría Werner Herzog, tan curiosamente como lo hicieron los guerrilleros salvadoreños para que les cantara La macorina, para que hiciera parte de una de sus películas en la Patagonia. Y finalmente apareció Pedro Almodóvar para llevarla al teatro, para ser su amigo y para revivirla en la música, sacarla del alcoholismo.
Al dejar atrás el tequila y los días enteros bebiendo hasta caer, volvió a creer en la música, en los amores fortuitos, en los amores escondidos y en el amor eterno, como el que vivió con a la abogada Alicia Pérez Duarte, junto a quien pasó sus últimos días. Ella no escatima en elogiarla, en explicar lo que la hace aún una leyenda viva, como tampoco calla al decir que era un toro difícil de lidiar, que la amenazaba con tirarse de la ventana si no hacía lo que ella quería.
Chavela murió el 5 de agosto de 2012, días después de una gira por España y luego de vivir una vida que consideró plena. La despidieron en la Plaza Garibaldi en medio de tequilas, donde ella también cantó, cayó de la borrachera y dio su último adiós a José Alfredo Jiménez.
“La Chamana” ya no volverá, pero no se fue sin romper la cruz del olvido, porque ella y nadie más que ella es la representación de la música latinoamericana, de la rebeldía feminista y de la comunidad LGTB.
Ella es la inmortal, la más macha entre todos los machos.