Jóvenes reporteros en los años 60 buscaban nuevas formas para aprehender la realidad. Lo suyo fue exprimir las posibilidades del uso de la palabra y esas joyas aún perduran en el tiempo.
Si habría que jugar a ser diferente para explicar qué buscaba el nuevo periodista, podría decirse que la idea era dar con una forma sorprendente de aprehender la realidad a través de la palabra. Sin imaginar siquiera lo que se vendría en el periodismo con internet, la palabra escrita era la única gran herramienta para lograr el objetivo.
Un joven reportero del New York Times, de origen ítaloamericano, dio el primer golpe. Medio literal incluso. Su notable reportaje a la vida perdida y lejana del éxito y de los aplausos de un gigante que tocó el cielo como el gran Joe Louis dio la señal de que por ahí iba la cosa.
Mientras, en la competencia, otro reportero joven se estremecía con la lectura del reportaje y junto a su editor en el New York Herald Tribune también dijeron lo mismo: por ahí va la cosa.
Para ser justos, Wolfe venía hacía rato pidiendo cancha y no le prestaban la pelota. Desde el ámbito político, sus notas sobre lo que pasaba entre la Casa Blanca y el Congreso buscaban ser distintas. A su ojo clínico y mordaz, le sumaba un humor sutil y a la vez arriesgado.
Las circunstancias hacen al ladrón. Corría el año 1962 y en Nueva York una larga huelga de diarios facilitó que muchos de los mejores periodistas migraran como aves para anidar en algunas de las nacientes revistas que florecían en esa circunstancia: el suplemento "New York" del Herald Tribune y la revistas "New Yorker" y "Esquire".
Las crónicas nuevas si bien respondían las clásicas preguntas del periodismo ¿quién?, ¿qué?, ¿cuándo?, ¿dónde? y ¿por qué?, se sentaban en la estructura. Respondían esas consultas tradicionales, pero de maneras diversas y distintas.
Sin ningún tipo de comportamiento orgánico, pero coincidiendo en varios intereses estéticos comunes, estos nuevos cronistas se lanzaron a hacer volar estructuras que encontraban vetustas, que ya no iban con la época que se estaba viviendo.
Las armas para hacerlo eran muchas y tenían cero tecnología: se armaron de puntos de vista, tratamiento de personajes similares a los de la literatura y por ende de la ficción, construcción de crónicas por escenas, oído atento a las formas de hablar de los sujetos de la crónica, uso (y por momentos) abuso de onomatopeyas, aliteraciones, neologismos, metáforas originales y un arsenal de recursos ortográficos improvisados.
Todo con el objetivo de rodear y seducir sensorialmente a los lectores, que desmontaron las estructuras tradicionales del periodismo como se conocía hasta entonces.
Para 1965, el periodista Pete Hamill le propuso a Seymour Krim, entonces editor de la revista "Nugget", escribir un artículo sobre estos hombres que estaban reescribiendo las bases del oficio. "Quiero escribir sobre el 'nuevo periodismo' que están haciendo", dijo Hamill.
Sin querer, dio en un clavo enorme y asertivo. Había acuñado un término que se repite todavía a cinco décadas de ser creado. La década de 1960, con sus enormes cambios sociales en Estados Unidos y en el mundo, fue un enorme campo de prueba para la exprimentación de este periodismo ávido de datos, relatos y contextos.
Libros como "A sangre fría", publicado en 1966, en el que Truman Capote reconstruye de manera milimétrica (y obsesiva) a base de sucesivas entrevistas con los asesinos un horrendo crimen en una granja de Kansas, fue una de las piedras de toque de todo el movimiento, que pronto se transformó en un éxito de ventas y produjo una fiebre de imitaciones.
Artículos de Talese para "Esquire", como "La temporada silenciosa de un héroe", sobre la vida retirada de Joe DiMaggio, o "Sinatra está resfriado", sobre una memorable gripe de La Voz, también de 1966, merecen estar en la mejor vitrina de la historia del periodismo.
Mientras Wolfe, Talese y un grupo integrado, entre otros, por Jimmy Breslin, Terry Southern, Joe McGinnis y John Gregory Dunne, desarrollaban sus historias, algunas de antología, y le daban cuerpo al movimiento, para el incendiario y electoral año 1968, Norman Mailer publicó "Los ejércitos de la noche" y "Miami y el sitio de Chicago", dos obras fundamentales de periodismo político y vivencial.
Es que el periodista ya no sólo escribía e interpretaba, sino que tomaba la iniciativa en la acción.
Mailer ya había sido pionero de una nueva forma de escribir cuando había cubierto la convención demócrata que nominó a John F. Kennedy en 1960 en un artículo para "Esquire" que se tituló "Superman va al supermercado". De esa misma matriz surgió Hunter Thompson, quien llevó al extremo la actitud del "nuevo periodista".
En 1966, Thompson se unió durante meses a los violentos Hells Angels, una banda de motoqueros que realizaba trabajos ocasionales como actuar de seguridad de los Rolling Stones (donde provocaron una auténtica tragedia con muertes). Cuando los motoqueros descubrieron que Thompson era un periodista y que estaba llevando una crónica de lo que sucedía lo golpearon y lo abandonaron en la ruta.
El resultado fue un libro sobre esa experiencia. La práctica del nuevo periodismo implicaba no solo un énfasis en el estilo, sino un involucramiento con el sujeto de la crónica, aunque costara sangre, sudor y lágrimas.
En 1970, Thompson realizó una narración del Kentucky Derby, la carrera de caballos más famosa de Estados Unidos. Pero lo que menos le interesó a Thompson, que no tenía ni entradas ni acreditación, fue la carrera en sí, ni los jockeys ni los caballos, sino los fanáticos y los apostadores que desbordaron el hotel donde él estaba, con quienes se emborrachó hasta la coronilla y con quienes conversó noches enteras. Había nacido lo que Thompson denominó el "periodismo gonzo".
El resultado podía ser polémico desde el punto de vista periodístico, pero fue profundamente influyente en publicaciones como la revista de música Rolling Stone, que lo tomó como bandera y contrató a Thompson. Como sucede con todas las modas, uno de los efectos inmediatos de esta gigantesca ola de tinta impresa en el papel fue la imitación.
Por todos lados pulularon periodistas que quisieron hacer lo mismo. Lo que se ganó en frescura de los textos, se perdía originalidad. Centenares de periodistas en el mundo comenzaron a escribir pensando en que su ángulo particular, sus impresiones y sus excesos valían más que lo que pretendían describir. El horizonte se había perdido.
Como pasa siempre en todas las revoluciones, la reacción que vino fue una contra: el regreso a las formas convencionales de escribir, que son las que predominan hoy en los medios, aunque siempre conviviendo con algunos trasnochados que, entre gallos y medianoche, emulan o rinden homenaje a los maestros del pasado.
Se cumplen cincuenta años de ese impulso, de esa ventana abierta que refrescó las comunicaciones y que hasta aún dejan un legado intenso: escribir historias verídicas con recursos propios de la novela y el cuento. Hoy ese nicho se mantiene como refugio del buen periodismo que, in extenso, pretende contar buenas historias sin apelar a los clichés de uno y otro bando.