Para evitar su mal uso, se han puesto barreras que hoy dificultan el acceso a estos fármacos para pacientes con dolor crónico y los adictos en tratamiento.
“He entrado más de diez veces a tratamiento. Estuve un tiempo en la cárcel y la peor parte de mi consumo fue después de eso; estaba solo (...) Finalmente llegué al programa. El síndrome de abstinencia fue horrible. Me tuvieron las primeras 24 horas sin metadona y el aire acondicionado a toda, helado. Me daban un montón de drogas —synogan, haloperidol, benadril y quien sabe más— y yo les decía ‘denme libertad’. Salí de allá desesperado (...). De la ansiedad, en tres semanas me gasté $700.000 (US$ 215) en trago, marihuana y cocaína”.
El anterior relato es de un colombiano. Su edad y su nombre son inciertos. Su ciudad también. Es (o era) consumidor de heroína y sus palabras revelan un problema del que muy pocos quieren hablar: las difíciles experiencias que deben enfrentar las personas adictas cuando quieren acceder a los servicios de salud para aliviar su sufrimiento. Se trata de un cúmulo de barreras que se extiende por todo el país y que la organización Dejusticia condensó en una investigación presentada ayer en la noche. Los caminos del dolor. Acceso a cuidados paliativos y tratamiento por consumo de heroína en Colombia, como la titularon sus autoras, muestra el complejo camino que deben transitar estos consumidores y otro grupo que poco a poco ha empezado a ganarse un espacio en las discusiones del mundo médico: quienes se acercan al final de la vida y requieren de los llamados cuidados paliativos.
Aunque estas dos poblaciones parecieran no compartir elementos, según Isabel Pereira, politóloga y autora del documento junto a Lucía Ramírez, hay uno crucial en el que coinciden: enfrentarse con frecuencia al desabastecimiento de opioides, esas medicinas derivadas de la amapola que son cruciales para tratar el dolor y, en el caso de la metadona, para tratar el síndrome de abstinencia de la heroína.
Codeína, tramadol, morfina, hidromorfona, fentanil, oxycodona, tapentadol y buprenorfina son algunos de los medicamentos más populares clasificados en esa categoría. Como lo ha detallado en varias oportunidades este diario, es un grupo que representa una extraña paradoja: mientras países como Estados Unidos padecen una epidemia por su excesivo consumo (en 2016 causaron 42.000 muertes), otros, como Colombia, tienen un acceso extremadamente limitado. Eso, en otras palabras, quiere decir que hoy muchas personas, aunque no quieran, tienen que vivir con dolor.
En cifras: mientras el promedio de consumo de morfina en el mundo era de 62,4 mg en 2015, en Colombia apenas se acercaba a los 17 mg. Sumando las estadísticas globales, el estigma que ha recaído sobre esos fármacos indica que 5.000 millones de personas viven en países donde no hay acceso a medicamentos para paliar el dolor y que una de cada seis personas con dependencia a sustancias psicoactivas no acceden a tratamiento.
Tras estudiar la evidencia científica en torno al consumo de opiáceos, realizar 103 entrevistas a múltiples actores y estudiar en detalle los casos de cinco ciudades (Cali, Santander de Quilichao, Armenia, Pereira y Cúcuta), Pereira y Ramírez encontraron que esa población tiene que superar muchos obstáculos para recibir atención adecuada. Es imposible resumir en unos pocos párrafos las dificultades que ellas condensaron en 200 páginas, pero Pereira cree que en este debate se ha pasado por alto un asunto crucial: los impactos negativos que ha tenido la política de prohibicionismo de drogas en la salud de miles de pacientes.
En otros términos eso revela otra compleja paradoja: “Mientras la política internacional se ha concentrado en asegurar ‘un mundo libre de drogas’ a través de acciones de criminalización, erradicación y fiscalización, ha hecho poco por asegurar un mundo con drogas disponibles para quienes las necesitan para usos médicos”, apuntan en el libro.
Una suma resume la disparidad. Mientras el sistema de fiscalización de drogas gasta US$100.000 millones en aplicar la prohibición a nivel global, bastarían US$145 millones para cerrar el abismo de acceso a opioides en países de ingresos medios y bajos.
En el caso colombiano, quienes quieren acceder a tratamiento con metadona para su consumo de sustancias psicoactivas deben transitar una ruta compleja. Desabastecimiento en algunas ciudades, restricciones del personal de salud, inexistencia de servicios de salud mental, enormes prejuicios morales de los médicos que los atienden, tratos crueles e inhumanos que agravan el síndrome de abstinencia y falta de seguimiento a quienes buscan ayuda profesional, son algunos de los problemas que enfrentan.
¿Las consecuencias? En algunas ocasiones deben recurrir al mercado ilegal para encontrar metadona. En otras, prefieren alejarse de ese servicio de salud y de esos profesionales que aún no han logrado librarse del estigma y que ven los tratamientos como una nueva adicción.
En palabras de Pereira, “a diferencia de lo que sucede con los pacientes que necesitan cuidados paliativos, con los que suele haber más empatía porque están al final de la vida, los profesionales de salud no se sienten obligados a tratar a los usuarios de heroína”. Es un punto que revela una discusión social sobre lo que aceptamos como enfermedad, señala.
El debate, en su otra cara, también es complejo: ¿por qué aún hay personas que no pueden aliviar el dolor? ¿El tránsito al final de la vida no debería ser un camino donde no haya sufrimiento? Las respuestas parecerían obvias, pero la realidad es otra. Aunque la utilización de morfina, uno de los opiáceos más usados, ha crecido en Colombia (ver gráfico), muchas regiones no tienen acceso a estas medicinas. Las barreras son diversas: falta de educación de los médicos, múltiples problemas en la larga cadena de distribución y ausencia de algunos opioides en el plan de beneficios son algunas de las que mencionan. Pereira suma una más: el estigma al que suelen contribuir los medios de comunicación al importar, bajo titulares escandalosos, problemas como el de la epidemia de Estados Unidos o de África, cuando se trata de realidades completamente distintas. A los ojos de ella y de Lucía Ramírez, su investigación debería contribuir justamente a eso: a ampliar la manera como pensamos en nuestro país la dependencia de las drogas y el final de la vida.