A través de una carta, una asociación con las principales multinacionales del rubro le piden al nuevo jefe de la cartera que cambie al menos tres reglas que impuso su antecesor.
La semana pasada llegó una carta al Ministerio de Salud, dirigida al nuevo jefe de esa cartera, Juan Pablo Uribe. Quien la firmaba era el Gustavo Morales Cobo, ex Superintendente de Salud y hoy presidente de Afidro, la asociación que agremia a las principales multinacionales farmacéuticas. Luego de felicitarlo por su nuevo cargo y desearle éxitos, Morales le pedía al ministro que cambiara una serie de normas relacionadas con el mercado de medicamentos. La misiva había sido escrita el 8 de agosto, un día después de la posesión de Iván Duque.
En el inicio de las siete páginas el presidente de Afidro era concreto. Por una parte, le anunciaba al Ministro algunas sugerencias para hacer más sostenible el sistema de salud y varias propuestas para impulsar una nueva política farmacéutica. El siguiente punto lo resumía en un par de líneas: “Consideramos que para restaurar la confianza entre las autoridades sanitarias y el sector privado farmacéutico convendría tomar medidas inmediatas”.
Específicamente, Morales se centraba en tres aspectos que han provocado intensas discusiones en los últimos años: la entrada de medicamentos biotecnológicos a Colombia, la posible declaratoria de interés público de los tratamientos para la hepatitis C y un artículo relacionado con la evaluación y aprobación de los usos de los medicamentos en el país.
Se trata de tres debates complejos que, incluso, han desatado disgustos —y presiones— internacionales, y en los que está en juego mucho dinero. Para entenderlos mejor, hay que ir por pasos.
Biotecnológicos, una pelea eterna
Un mes después de haberse posesionado como presidente en 2014, Juan Manuel Santos hizo un anuncio incómodo. El 18 de septiembre de ese año le dio luz verde a un decreto que le abrió las puertas a los medicamentos biosimilares, es decir, a los genéricos (o copias) de un grupo de fármacos claves para tratar enfermedades como la artritis, la diabetes o el cáncer. La regulación de los biotecnológicos, como se les conoce en el mundo de la salud, había quedado lista tras cuatro años de debates entre el sector farmacéutico, la comunidad médica, las asociaciones de pacientes y las sociedades científicas.
La norma había desatado una intensa polémica, esencialmente, por las vías que el Gobierno habilitó para la entrada de estos genéricos. La idea, en resumen, era que ingresaran a través de tres rutas: la del expediente completo, la ruta de la comparabilidad y la ruta abreviada. Así, dependiendo del conocimiento de cada medicamento, el Invima podría exigir que se presentaran ensayos clínicos (ruta completa), estudios analíticos (comparabilidad) o información disponible (abreviada).
Esta última vía (la abreviada) ha sido la principal inquietud de la industria. El gremio nunca ha estado de acuerdo en que quien quiera vender una copia de un biotecnológico, solo deba demostrar con pruebas de laboratorio que su producto cumple las mismas funciones del original. Así se lo reiteró Gustavo Morales al ministro Juan Pablo Uribe en su carta del 8 de agosto:
Esta ruta “no tiene precedentes de comparación en ningún país de referencia, y supone la posibilidad de que entren al país medicamentos biológicos sin ninguna garantía sobre su calidad, seguridad y eficacia, en la medida en que no se exige que el producto haya sido sometido a pruebas clínicas en humanos con el rigor que es mínimamente exigible en medicamentos de la complejidad de un biológico”.
Afidro, dice el documento conocido por El Espectador, no busca impedir la entrada de biosimilares sino “se trata de cerrar esta especie de puerta trasera que obstinadamente promovió el Gobierno anterior”. Lo que solicita es derogar un artículo (el 9 del decreto 1782) y modificar otro parcialmente. “Así —insiste— se mantendrán todos los aspectos positivos de la regulación sobre medicamentos biotecnológicos en Colombia”. En otras palabras, la industria acepta el ingreso de biosimilares, pero sólo si son sometidos a estudios clínicos.
Su propuesta no es nueva y en varias oportunidades ha sido criticada por diferentes actores. Como lo ha contado este diario, para algunos esa postura crearía una gran barrera difícil de superar. ¿La razón? Las pruebas que piden los laboratorios pueden llegar a costar millones de dólares y eso bloquearía la entrada de los biosimilares.
De hecho, en la última década este grupo de fármacos ha encabezado la lista de los que más gastos le generan al sistema de salud y, desde que empezaron a producirse en la década del ochenta, han sido una especie de gallina de los huevos de oro para la industria. En 2013 Colombia pagó por ellos $3 billones (US$ 988, millones) y desde que entraron al país suelen estar en la lista de los que registran más ventas. El año pasado, el Adalimumab ocupó el primer lugar de ese escalafón. Le generó a Abbott ingresos por más de $112 mil millones (US$ 36,9 millones). El segundo, el Bevacizumab, permitió que Roche sumara más de $111 mil millones en ventas (US$ 36,5 millones).
Tatiana Andia, profesora de la Universidad de los Andes y ex asesora del Ministerio de Salud en regulación de medicamentos, es una de las personas que no está de acuerdo con la postura de Afidro. Aunque reconoce que cuando empezó a darse este debate en el país, las experiencias de regulación eran limitadas, hoy, explica, hay varias importantes.
“La Agencia Europea de Medicamentos (EMA), por ejemplo, emitió una regulación actualizada que indica que la ruta abreviada es posible en el caso de medicamentos biotecnológicos que lleven un tiempo considerable en el mercado y del que se conozcan muy bien las moléculas. En esos casos se podrían abreviar los análisis clínicos”, dice Andia, quien también tuvo conocimiento de la carta gracias a Afidro. “No se trata una regulación que no tenga precedentes ni que sea insegura ni peligrosa para la salud de los pacientes”.
Hepatitis C, un asunto sin resolver
La hepatitis C es una enfermedad inquietante para las autoridades de salud. El virus que la produce suele generar desde dolencias que duran semanas hasta cirrosis o cáncer en el hígado que, en muchas ocasiones, provocan la muerte. Hoy, como muestran los datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), unos 71 millones de personas desarrollan infecciones crónicas debido a este mal. En Colombia la cifra no es precisa, pero es posible que afecte a cerca de 400.000 pacientes.
Aunque por muchos años esta hepatitis fue un enorme reto para los médicos, en la última década esa historia empezó a cambiar. El desarrollo de nuevos medicamentos, que llamaron Antivirales de acción directa (ADD), lograron lo que parecía imposible: curar más del 95% de las infecciones.
Pero al tiempo que se abrieron caminos para detener el virus, empezaron a aparecer las barreras. Muchos pacientes no lograban acceder a los tratamientos por sus altos precios. Una de las píldoras esenciales, el sofosbuvir, de la multinacional Gilead, tuvo un costo inicial de US$ 1.000. Entonces, el tratamiento total alcanzaba los $100 millones. En EE. UU. Se aproximaba a los US$84.000 y en Francia a los US$75.000.
Ante ese escenario, que también se repetía en Colombia, la Fundación Ifarma impulsó una iniciativa en 2015 para que el Ministerio de Salud para 13 de esos medicamentos fuesen declarados como de interés público. Era el primer paso para que se sometieran a una licencia obligatoria, es decir, que los laboratorios dejaran de tener el derecho exclusivo para comercializarlos.
El Minsalud empezó el proceso para estudiar si existían o no razones suficientes para incluir a esos fármacos en esa categoría a finales de 2017. La industria farmacéutica no ha estado de acuerdo y por eso en la carta que le envió Afidro al ministro Juan Pablo Uribe, le pide que archive esa iniciativa.
La discusión en este caso es compleja. Afidro no lo menciona en su documento, pero antes de que el Ministerio comenzara a analizar esa posibilidad de declarar estos tratamientos como de interés público, esa cartera había logrado meses antes una negociación con la Organización Panamericana de la Salud (OPS) para adquirirlos a un costo menor. Un ejemplo es el Harvoni (combinación de sofosbuvir y ledispavir). Producido por Gilead, bajó de $114,3 millones(US$ 37.870) a $23,5 millones (US$ 7.740).
Esa reducción, dice Tatiana Andia, implicó un gran avance y será un debate que, en ese contexto, debe dar este nuevo Gobierno. Para esta profesora no se trata de suspender el proceso sino de darle continuidad y tomar decisiones con base en argumentos. “Es una discusión interesante desde el punto de vista de garantía de acceso. El caso de estos medicamentos es relevante para la salud pública. Son buenos y afectan a un número importante de la población que el Estado jamás va a poder cubrir totalmente”, asegura.
Con lo que no está de acuerdo es con las razones que Afidro expone en la carta. Para la asociación de farmacéuticas, las licencias obligatorias “equivalen a la expropiación del derecho de propiedad privada que ha sido legítimamente otorgado por el Estado a través de una patente”. Andia dice que no se trata de expropiar sino de un pago que se le hace al dueño de una patente y que está contemplado en el Acuerdo sobre los Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio (ADPIC) de la Organización Mundial del Comercio.
“Fueron creadas, justamente, para ser un contrapeso de casos donde el acceso a medicamentos está limitado por el derecho monopólico del laboratorio y es necesario que exista competencia”, explica.
Una polémica práctica
Forest Pharmaceuticals Inc. es un laboratorio con sede en Nueva York, Estados Unidos. Es una subsidiaria de Forest Laboratories Inc. y en su historia, que empezó en la década del 50, tiene una grave condena. En 2010, como lo registra la página del Departamento de Justicia de Estados Unidos, fue declarada culpable por haber obstruido a la justicia, distribuir un medicamento que no había sido aprobado y por promover un fármaco (Celexa) para tratar la depresión en niños y adolescentes cuando había sido indicado para adultos. La multa que debió pagar ascendió a US $313 millones.
Hay un término que se suele usar en el argot farmacéutico para definir esta última práctica: prescripción “off-label”. Se utiliza para señalar casos en los que un medicamento es aprobado por las autoridades sanitarias para un fin determinado, aunque también sea útil para otros propósitos que, posteriormente, son promovidos por el laboratorio fabricante o los médicos. De esa manera, suele recibir otros ingresos.
Por poner un ejemplo hipotético, imaginemos lo siguiente: una casa farmacéutica presenta ante el Invima los documentos para que esta entidad apruebe un fármaco para tratar a los adultos con cáncer. Una vez el Invima le da luz verde, los médicos empiezan a recetarlo en niños por su gran utilidad. Como no fue aprobado para tal fin, el precio puede variar. Puede ser más alto que el original y el Estado debe pagarlo con recursos que no están incluidos en el Plan de Beneficios.
Esa práctica, de la que es difícil asegurar si hay casos en Colombia, se ha registrado en otros países. En 2014, un estudio publicado Pediatrics, la revista oficial de la Academia Americana de Pediatría, advertía su aumento y alertaba que podía convertirse en un problema de salud pública especialmente para bebés, niños y adolescentes. En otras áreas como la cardiología y la psiquiatría también se suele presentar.
En mayo de este año el Ministerio de Salud expidió una resolución en las que establecía las reglas de juego para el reconocimiento de medicamentos no incluidos en el POS. En el documento incluyó unos parágrafos que buscaban evitar el “off-label”. En pocas palabras, en el artículo 95 advertía que esa cartera podría reportarle al Invima los usos que no habían sido incluidos en los registros sanitarios de las medicinas. Al hacerlo debía presentar, claro, la respectiva evidencia científica y los soportes de eficacia y seguridad. Si el Invima encontraba suficientes argumentos, podía incluir esos usos así el laboratorio titular no estuviese de acuerdo.
Para los laboratorios ese procedimiento es equivocado. La “facultad, en cabeza del Gobierno, para modificar unilateralmente el registro sanitario de un medicamento e incluirle usos que el titular no ha estudiado formalmente, no solicitó, no pidió y sobre los tiene suficiente evidencia científica, es una situación problemática y no deseable, tanto para el laboratorio como para el profesional de la salud”, le escribieron al ministro de Salud en la carta.
En ella pedían la modificación del artículo y le señalaban sus principales preocupaciones. La primera, que el Invima añadiera el nuevo uso del fármaco aún si no llegaba a un acuerdo con el fabricante. La segunda, que el fabricante deba asumir las "responsabilidades técnicas y legales derivadas de la inclusión de ese nuevo uso". “Carece de fundamento legal”, “no tiene ninguna relación con el sentido común”, eran algunas de las frases con las que criticaba el procedimiento.
Tatiana Andia señala que, en parte, entiende la posición de los laboratorios y las tensiones que se pueden generar entre el derecho de las casas farmacéuticas y el interés del Estado en evitar que se presenten casos “off-label”. Ambas posturas parecen tener argumentos a favor. ¿Cómo solucionar esa disputa? “¿Cómo resolver esta discusión si en el medio están esas razones, pero a la vez hay casos en los que no se han registrado esos usos de medicamentos y terminan cobrándose a un precio mayor por vía NO POS?”, se pregunta Andia.
El debate es muy complejo. También lo son los dos primeros puntos. Alejandro Gaviria siempre tuvo la regulación de los medicamentos como una de sus prioridades y la pregunta que hoy todos se hacen en el sector es si Juan Pablo Uribe también le dará prelación en su agenda.