Durante el siglo XX el país fabricó millones de dosis de vacunas contra la viruela, la rabia, la tuberculosis y el cólera. También las exportó a más de 20 países; pero su producción se estancó por falta de recursos y decisiones políticas que hoy muestran las consecuencias: la incapacidad para fabricar esos medicamentos en medio de una pandemia.
Si hubiese que resumir el 2020 con una sola palabra, una de las más adecuadas, tal vez, sería “incertidumbre”. La pandemia y lo que ha sucedido en las últimas semanas nos han recordado cómo se siente vivir con pocas certezas. Carlos Dáguer lo resumió en tres frases de chat el pasado viernes: “Qué duro este puto covid, qué duro este puto año. Qué absurdo todo”. Alejandro Dáguer Espejo, su papá, acababa de fallecer por coronavirus.
Semanas atrás había conversado con Carlos, asesor de comunicaciones del Ministerio de Salud, para intentar resolver otra incertidumbre: la búsqueda y disponibilidad de una vacuna. En su libro Los vigilantes de la salud (2018), una conmemoración de los cien años del INS, había reconstruido la historia de cómo esas medicinas habían llegado por primera vez a Colombia en 1804 y cómo el país se había embarcado en una intensa producción durante el siglo XX.
Muchos esfuerzos y afortunadas coincidencias le habían permitido exportar vacunas a cerca de veinte países para que les hicieran frente a la fiebre amarilla, la rabia, la tuberculosis o el cólera. La erradicación de la viruela, a finales de los años 70, había sido un éxito gracias a la fabricación nacional. Solo se utilizaron dosis “made in” Colombia.
Varias preguntas han revivido en esta pandemia a raíz de ese exitoso pasado. ¿Por qué no recuperar esa vieja capacidad? ¿Por qué si Argentina y México ya hicieron pactos para producir la posible vacuna de AstraZeneca y la Universidad de Oxford, Colombia no se anima a hacer algo similar? ¿Es posible reactivar esa valiosa producción? ¿Por qué la abandonamos?
Es difícil encontrar una respuesta precisa a esos interrogantes. En las últimas semanas académicos, Gobierno, empresarios y políticos se han reunido en varias oportunidades para resolverlos. Algunos han criticado el poco interés de viejos gobiernos. Otros han sugerido que Colombia ponga a funcionar la planta del INS donde se fabricaron vacunas por décadas. Pero, como escribió Martha Ospina, directora del INS, en la revista Colombia Médica, producir hoy esos medicamentos no solo se trata de un esfuerzo de buena voluntad. Es —dice por teléfono— como si quisiéramos implementar ahora tecnología 4G o 5G de telefonía celular usando las antiguas instalaciones y cabinas de Telecom.
Pero así como es imposible que un smartphone funcione con monedas, parece un verdadero sueño pensar que hoy el país puede fabricar una vacuna contra COVID-19.
Un sueño que llegó a su fin
En su libro, Dáguer cuenta que a finales de la década del 70 el INS producía vacunas a un ritmo frenético. En 1979 fabricó 3,3 millones de dosis de antimalárica, 2,5 millones de la que prevenía la tuberculosis, 841.800 de la antirrábica canina y más de 740.000 de la que protege contra la fiebre tifoidea. Eran años exitosos para una industria que empezaba a desarrollarse a gran velocidad, mientras que otros países apenas comenzaban a descubrir la ingeniería genética, que revolucionaría las décadas siguientes.
Cuando Jairo Oviedo llegó al INS, a finales del siglo XX, la planta aún estaba en marcha. Fue nombrado subgerente de producción de vacunas y —dice ahora, desde su casa, en Bogotá— junto con unas 85 personas hacían vacunas contra la fiebre amarilla, la tuberculosis, la difteria, el tétanos y la pertussis (tos ferina), además de sales de rehidratación oral y sueros hiperinmunes. De la última, recuerda, tres millones de dosis por año; de la primera, 1.600.000.
El procedimiento era conocido en la industria. Para el caso de la vacuna de fiebre amarilla usaban, por ejemplo, embriones de pollo especiales comprados en México, Brasil o Estados Unidos. Tras doce días de incubación, los perforaban con una fresa diminuta y les inoculaban el virus. Al cabo de otros cinco días, el virus se reproducía en sus células y, tras una serie de procedimientos mucho más detallados, lo extraían para después mezclarlo con antibióticos, preservantes y soluciones fisiológicas. El resultado lo envasaban y quedaba listo para ser distribuido. En total, dice Oviedo, tardaban unos tres meses para hacer 200.000 dosis.
Pero cuando Oviedo llegó a su cargo, aquella planta del INS no pasaba por un buen momento. El mercado farmacéutico cambiaba de manera vertiginosa y las reglas para jugar en él eran cada vez más exigentes. Un par de décadas antes había iniciado un proyecto liderado por la Organización Mundial de la Salud que, poco a poco, los países debieron acoger. Las “buenas prácticas de manufactura”, como lo llamaron, habían empezado a ser discutidas en los años 60 y a principios de los 90 ya eran casi una obligación para quienes querían involucrarse en la producción de fármacos.
Colombia adoptó ese manual en agosto de 1995. En pocas palabras, esa transformación buscaba estandarizar los procedimientos para hacer medicinas en todo el mundo. Las vacunas entraron en la lista de mayores exigencias. No era lo mismo tratar agentes biológicos que los ingredientes para hacer una aspirina.
Acogiéndose a esas nuevas normas, el recién creado Invima no tuvo más remedio que exigirle al INS que cumpliera los requisitos. “Lo cierto es que nuestras instalaciones no los cumplían. Eran muy viejas y no se habían renovado con nueva tecnología. No eran las apropiadas”, dice ahora Jorge Boshell Samper, director del instituto en aquel entonces. “La producción de vacunas para seres humanos era algo que cambiaba a gran velocidad y debían hacerse inversiones permanentemente; pero no las hicieron. El proceso empezó muchos años atrás; una agonía larga cuyo final me tocó a mí”.
Boshell, quien estuvo en la dirección del INS entre 1998 y 2004, trató de evitar el cierre de la planta. Cuenta que hizo lobby con ministros y políticos. Conversó con la OPS y con la OMS para encontrar soluciones, pero encontró una economía débil y un escenario internacional difícil de controvertir. Los países en desarrollo ya habían adoptado las fórmulas de lo que los economistas con el tiempo llamaron el “Consenso de Washington”, que, entre otras cosas, implicaba reducir el gasto público, abrir su economía al comercio internacional y fomentar la inversión extranjera.
Junto con Boshell y otros funcionarios, Oviedo le presentó al Gobierno de Andrés Pastrana una propuesta para evitar el fin de la planta. La modernización para poder cumplir con los requisitos de las “buenas prácticas de manufactura” variaba según los productos que quisieran fabricar. El presupuesto más alto era de US$13’631.634, que permitía producir vacunas contra fiebre amarilla y pentavalentes. Los otros escenarios oscilaban entre los US$3’875.801 y los US$10’282.789. Las cifras de ese estudio quedaron consignadas en diapositivas que nadie más volvió a revisar.
En la misma mesa Colombia tenía una propuesta que la OPS había hecho a los países latinoamericanos a la que era difícil negarse: había creado un fondo para comprar vacunas y jeringas para los Estados de esta parte del continente. El precio sería igual y la calidad estaría garantizada. Participar en ese proyecto, que ya tiene más de 35 años, permitiría, al menos en el caso de las principales vacunas, esquivar los variados precios del mercado. La única condición era aportar 4,25 % del valor neto de compra a un fondo común para suplir gastos administrativos. Colombia no lo dudó.
Las vacunas que permiten que miles de niños no contraigan graves enfermedades en nuestro país aún son compradas a través de ese “Fondo Rotatorio”.
¿Una oportunidad?
Quienes trabajan en el mundo de las vacunas suelen hablar de tres grandes generaciones para explicar los mecanismos de producción y acción de estas medicinas. En el primer grupo están viejas técnicas que permitieron la fabricación de medicinas contra el cólera o la fiebre amarilla. Las vacunas “tradicionales”, las llaman, como las de virus inactivados o atenuadas. Las de la segunda representaron una verdadera revolución. Entre ese grupo aparecieron, gracias a la ingeniería genética, las vacunas recombinantes. En el último grupo están las de ADN y ARN, muy promisorias contra enfermedades como el sida o el ébola, pero aún en proceso de investigación.
Zulma Suárez trata de explicar todos esos mecanismos con paciencia, imposibles de detallar en un par de párrafos. Es química farmacéutica y tiene un doctorado en Genética Molecular y Biotecnología del Centro Internacional de Ingeniería Genética y Biotecnología (ICGEB), en Italia. Hoy es la directora de investigación y desarrollo de una compañía muy popular entre quienes trabajan con asuntos pecuarios: Vecol. Con más de medio siglo de antigüedad, es una de las más grandes que hoy fabrica vacunas en Colombia. Aunque solo lo hacen para animales, también deben cumplir requisitos técnicos muy similares a los de las plantas que fabrican vacunas para humanos.
Por eso su nombre es uno de los que se menciona con frecuencia en las reuniones del Gobierno para enfrentar el COVID-19. Como dice Leonardo Arregocés, de la Dirección de Medicamentos del Ministerio de Salud, están evaluando sus capacidades para saber cómo podrían aprovecharlas ante el eventual desarrollo de una vacuna contra el coronavirus. Ninguna compañía farmacéutica nacional tiene hoy esa posibilidad, según confirma José Luis Méndez, presidente de Asinfar, asociación de los principales laboratorios colombianos.
La participación de Vecol, sin embargo, depende de muchos factores. Uno principal es el tipo de vacuna que se desarrolle. Otro es la parte del proceso en la que una compañía podría participar, según las negociaciones que se realicen con las multinacionales. Una posibilidad, explica Arregocés, es que el país participe en el “terminado” (el envasado, por ejemplo) de una vacuna, pero ese escenario aún es incierto y nadie se atreve a dar detalles. Ni él ni Juan Aurelio Moncada, presidente de Vecol.
El Minsalud, asegura Moncada, es el que hace las evaluaciones sobre la capacidad existente en el país. “Creo que todavía deben darse etapas evaluativas muy importantes de tipo gubernamental, administrativo, contractual, técnico, regulatorio y económico, antes de definir qué plantas podrían ser candidatas a producir o envasar una nueva vacuna para humanos en Colombia”.
El otro escenario a casi nadie se le pasa por la cabeza en este momento: construir una planta para empezar de cero. “Solo el diseño podría tardar unos seis meses y construirla, tal vez, entre tres y cinco años”, asegura Arregocés. Prefiere no arriesgarse a dar un monto preciso de lo que valdría esa construcción, pero sabe que es un terreno de varios millones de dólares. Quizá más de veinte sin contar lo que valdría mantener en el tiempo una capacidad de producción. “De lo que sí estoy seguro es de que esto puede representar una gran oportunidad para que se genere un ambiente que permita que existan esas capacidades”, dice.
Pero para asumir ese riesgo cree que se deben resolver muchas preguntas: ¿qué vacunas queremos producir? ¿Cómo se puede sostener? ¿Qué buscamos al tener una planta? Son interrogantes que también se han hecho los empresarios de las farmacéuticas nacionales. Su poco interés en producir vacunas, dice Emilio Sardi, vicepresidente ejecutivo de Tecnoquímicas, obedece a que nunca han recibido una señal clara para participar en ese mercado. “Si no podemos competir, no lo hacemos. Construir una planta implicaría que el Gobierno se comprometa a comprar las vacunas en Colombia y no en el extranjero. Pero es claro que participar en esta pandemia ya es imposible”, responde.
Tanto para Sardi como para Méndez, en el fondo, esta dependencia revela un viejo problema de Colombia que aún sigue sin ser resuelto: tener una política industrial farmacéutica que evite la dependencia de un mercado extranjero que no suele ser nada benévolo con los precios ni la accesibilidad de los medicamentos. Ambos creen que una buena salida es encontrar alianzas público-privadas.
Martha Ospina, directora del INS, sabe que el asunto también tiene que ver con la necesidad de invertir en ciencia y tecnología, un hábito nada usual en los gobiernos colombianos. El principal interrogante lo resumió en la revista Colombia Médica: “En su momento [cuando Colombia dejó de producir vacunas humanas] no lo lamentamos. Las puertas estaban abiertas para traer productos de muy buena calidad. Y lo cierto es que aún tenemos coberturas de vacunación satisfactorias. ¿Pero tenemos la misma tranquilidad que antes?”.
En otro apartado resumía el dilema: “Si nuestras políticas hubieran continuado estimulando la investigación y la manufactura de productos farmacéuticos, hoy tendríamos capacidad —o no estaríamos tan lejos de tenerla— para producir localmente los reactivos que hoy tanto escasean en el mercado internacional y tanto necesitamos para el diagnóstico del COVID-19. No estaríamos preguntándonos qué lugar en la fila vamos a tener para recibir la vacuna ni el tratamiento que finalmente nos saque de esta crisis”.