Extraña la similitud entre los debates sobre el futuro en Estados Unidos y en México. Sociedades muy distintas, enfrentan situaciones no del todo diferentes, pero sus circunstancias son radicalmente diferentes, lo que permite contrastes y aprendizajes sinigual.
En Estados Unidos el día 6 de enero de 2021 cambió el panorama político de manera radical: fecha clave cada cuatro años, es el día en que el congreso certifica la elección presidencial. Por primera vez en la historia, un grupo de manifestantes, alentados por Trump, invadieron el congreso, intentando descarrilar el procedimiento legislativo. Para los demócratas se trató de una insurrección en tanto que para los republicanos no fue más que un disturbio. Al final, esa misma noche, Biden salió certificado, pero una mayoría de republicanos considera que la elección fue robada.
La disputa se centra en dos elementos: uno, la elección misma; y, dos, el hecho de poner en entredicho procedimientos constitucionales centenarios. Respecto a la elección, el federalismo norteamericano es de abajo hacia arriba: son los estados los que crearon la federación, razón por la cual se hicieron arreglos que les conferían igual representación a los estados, independientemente de su población, a través del senado. Este arreglo hizo posible el pacto constitucional, pero entraña implicaciones importantes que hoy son parte esencial del diferendo: primero, porque estados con menos de un millón de habitantes, como Wyoming, tienen la misma representación en el senado que Nueva York o California. Esto es lo que ha creado, en al menos tres ocasiones en las últimas décadas, que gane un candidato sin mayoría del voto popular. Segundo, porque cada uno de los cincuenta estados tiene su propia legislación electoral y sus respectivas autoridades y los criterios que cada estado sigue son distintos.
El asunto electoral es central y contrasta dramáticamente con nuestra realidad, pero, sobre todo, ilustra lo absurdo -o maquiavlélico- de la postura del presidente mexicano. Uno de los focos más candentes de la disputa en materia electoral allá es sobre los requisitos que debe satisfacer un votante. Los republicanos quieren requisitos estrictos, por lo que los demócratas los acusan de querer restringir el voto. Por su parte, los demócratas quieren facilitar la votación sin restricciones. Suena lógico, hasta que uno ve el contenido de las propuestas: no cabe ni la menor duda que los republicanos tienen en la mira a estados específicos y votantes particulares (sobre todo, acusan que residentes indocumentados participan, alterando el resultado), pero sus propuestas, aunque sin duda restrictivas, son peccata minuta comparada con nuestro sistema electoral. Por ejemplo, los republicanos demandan que los votantes presenten una identificación oficial. Los demócratas quieren expandir medios alternativos para votar, como voto por correo y por internet y se oponen a cualquier requisito de presentar identificación.
El factor más visible de nuestro sistema -la credencial para votar- es rechazada por los demócratas por principio. Ambos partidos quieren ganar las gubernaturas que enfrentarán elecciones a finales de este año porque eso les daría la oportunidad de modificar la distritación a su favor (otro dramático contraste con México, donde la institución responsable de la distritación es independiente y autónoma). Las diferencias en modos de administración de los procesos electorales se prestan al tipo de controversias que yacen detrás de estos ejemplos, pero sus implicaciones políticas son enormes y el corazón del segundo punto en controversia.
El lenguaje dice mucho: lo que para unos es disturbio, para otros es insurrección. Los primeros dicen que los demócratas quieren cerrar toda puerta a una posible segunda presidencia de Trump (lo cual es obvio), en tanto que los primeros quieren asegurar control de todos los mecanismos legales, administrativos y electorales para que eso ocurra. La clave de todo esto radica en las elecciones intermedias que tendrán lugar al final de este año y que determinarán la composición de las dos cámaras legislativas y de 36 gubernaturas, además de legislaturas locales. Lo usual es que el partido del presidente pierda las intermedias, pero este año podría perder ambas cámaras y, si no las pierde, los Republicanos clamarán fraude con toda fuerza. Lo que está de por medio para 2024 es, pues, inconmensurable.
Estas circunstancias han dado pie a la publicación de libros* y artículos que claman que ese país está a punto de sucumbir a una dictadura Trumpista, escenario no inconcebible, pero ¿realista?
Indudablemente, ambos partidos han exacerbado la polarización, culpando al otro. Tampoco es imposible que otro gobierno de Trump degrade todavía más la democracia americana por el sólo hecho de no respetar las instituciones, aunque hay que recordar que las difamó, pero no tuvo más remedio que apegarse a las reglas, enorme diferencia con México.
En México estamos al revés: tenemos una gran institución electoral bajo ataque pero un presidente demasiado poderoso, que hace de las suyas sin que encuentre límite alguno, excepto, hasta hoy, el que representa el INE y, a veces, la SCJN. Los riesgos son muy distintos, si los ciudadanos lo seguimos permitiendo.
*El más prominente siendo Barbara Walters, How Civil Wars Start