Con solo 20 años ya tiene una carrera consolidada que comenzó con su debut como solista a los siete.
Cuando la persona promedio escucha la palabra “prodigio”, generalmente se le viene a la mente una imagen borrosa de un niño vistiendo levita y peluca mientras se sienta al piano para descrestar a un príncipe o un rey con sus extraordinarias habilidades musicales. Otros, quizá, se imaginarán al mismo niño pero vistiendo una bata blanca mientras expone una nueva teoría de la física cuántica, todo frente a un público adulto que estará mudo de asombro ante el fenómeno.
Sin embargo, casi nadie se imaginará a un niño vistiendo una camiseta del Barcelona FC en una cafetería mientras devora un wiener schnitzel, plato de carne apanada que es para Austria lo que el ajiaco o la bandeja paisa son para Colombia. Porque, después de todo, un prodigio en el sentido completo de la palabra nunca elegiría un plato ni una cafetería tan común y corriente para saciar su apetito. ¿O sí?
Resulta que ese prodigio sí existe y, de hecho, sus amigos probablemente lo habrán visto más veces vistiendo la camiseta de Lionel Messi que el esmoquin que usa cuando toca el piano frente a públicos de todo el planeta. Su nombre es Daniel Kharitonov, quien apenas tiene veinte años, que cumplió hace menos de quince días: el 22 de diciembre.
Nacido en la isla rusa de Sakhalin, Kharitonov se empapó de la idea de ser músico cuando sus allegados notaron que tenía una extraordinaria habilidad de mantener ritmos con la precisión de un metrónomo mientras hacía cosas tan banales como golpear la puerta. En aquel entonces, Kharitonov tenía cinco años y fue a esa misma edad en que empezó a cursar estudios musicales en su país natal, que lo llevaron un año después a ser admitido como estudiante del Conservatorio Tchaikovsky de Moscú, uno de los institutos de enseñanza musical más prestigiosos del mundo.
Lo que ocurrió de ahí en adelante pareciera pertenecer más a una novela del siglo XVIII que a la vida de una persona nacida en nuestros tiempos: después de hacer su debut como pianista solista a los siete años de edad, Kharitonov nunca miró para atrás y procedió a ganar premios como el Grand Prix del Concurso Internacional de Viena y el primer premio del Concurso Internacional de Pianistas S. Rachmaninov, todo antes de cumplir sus diez años de edad.
Cinco años y otros premios después, el rostro de Kharitonov apareció en la televisión rusa mientras el joven pianista se disponía a interpretar el Primer concierto para piano de Rachmaninov para millones de telespectadores, acontecimiento que luego se sumó a su debut como solista en el Carnegie Hall de Nueva York a la tierna edad de 14 años. Y como para ponerle un toque aún más épico a su biografía, ese mismo adolescente que descrestó al público neoyorquino fue el cuarto portador de la llama olímpica durante la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Invierno en el Kremlin de Moscú, hecho que para Kharitonov no marcó el fin sino el principio de su carrera como uno de los artistas más destacados de su país natal.
Y aun así, después de haber vivido experiencias en su niñez que pertenecen más al mundo de la ficción y los sueños, Kharitonov es el primer ser humano en admitir que él simplemente es una persona común y corriente con una profesión, como cualquier otra, que consiste en interpretar un instrumento musical para traerles alegría, felicidad, tranquilidad o simple placer a sus oyentes.
Con la humildad que brota de un genio que nunca pierde la consciencia de su propia humanidad, Kharitonov ha dicho —al preguntarle sobre alguna profesión que él nunca querría hacer— que él “respeta todas las profesiones”, pues en sus palabras, “si una profesión existe, es porque es necesaria para alguien”, como quien dice que en este mundo hay un lugar para todo y para todos, sin distinciones ni jerarquías.
Es quizá debido a esta actitud conciliadora y cero pretenciosa que Kharitonov transmite una sensación de seguridad y humanismo cuando interpreta su instrumento, sin la rigidez y los nervios que a veces atacan hasta a los más grandes pianistas. Porque como el gran artista y ser humano que es, Kharitonov sabe que en el arte no hay jerarquías sino diversidad, lo cual se traduce en que, dentro de la música, no hay nadie que suene igual a otro, por más que hayan estudiado la misma carrera o interpretado el mismo instrumento.
Por estos motivos, el mejor consejo que Kharitonov ofrece a las nuevas generaciones no es buscar riqueza material ni ganar concursos sino “apreciar cada momento de la vida, y no desperdiciar el tiempo en vano”.
Evidentemente, es sensato afirmar que Kharitonov ha seguido su propio consejo al pie de la letra.
*Profesor de cátedra, Universidad de los Andes.