Por Luis Manuel Arellano Delgado, para Excélsior.
En México más de 140 mil personas reciben tratamiento antirretroviral. Sin embargo, muy pocas se movilizan en contra del sida y de las políticas públicas erróneas. No hay en este país ni comunidad ni identidad asociadas al Virus de Inmunodeficiencia Humana.
Lo anterior puede explicarse porque ninguna infección genera por sí misma vínculos a partir de su diagnóstico. Sucede con el VIH, igual que con el cáncer, la diabetes o la presión arterial. Si las relaciones humanas difícilmente se establecen en función de la salud mucho menos lo hacen a partir de la enfermedad. Quienes enfrentan algún malestar se relacionan entre sí por otras afinidades.
La respuesta comunitaria al sida, en los años ochenta y luego en los noventa, se sustentó en el hecho específico de que la epidemia afectó centralmente a la población homosexual. En esa primera etapa la movilización significativa no fue de enfermos sino de los colectivos afectados.
Cuando los enfermos debieron organizarse y salir a las calles para exigir la comprar urgente de antirretrovirales -entre 1996 y 1998- lo hicieron literalmente para no morir. Ninguna identidad comunitaria les empujó a irrumpir las calles u oficinas de funcionarios y tomadores de decisión que tardaban en comprar el medicamento.
El Frente Nacional de Personas Afectadas por el VIH no fue un movimiento de identidad, ¿cuál sería el motivo para hacerlo desde un diagnóstico estigmatizado? De hecho, los guerreros y guerreras del Frenpavih usaron pasamontañas blancos. Sabían que salir a la calle e identificarse abiertamente como personas afectadas por el virus les exponía. Años después surgieron otras organizaciones que también se identificaron púbicamente por su diagnóstico; el tiempo ha permitido observar que en realidad la cohesión de pacientes se concretó por los objetivos compartidos, no por alguna identidad virológica.
Lo anterior no desvalora la movilización de activistas y voluntarios en contra del binomio VIH/sida. Por el contrario, debe continuar, particularmente cuando los prejuicios y estigma mantienen en el anonimato a casi todos los 140 mil pacientes en tratamiento.
Es necesario, en este punto específico, citar a quienes han decidido compartir su diagnóstico (salir por segunda vez del clóset, dicen algunos activistas gays) frente a su pareja, su familia, amigos y compañeros de trabajo, pero sobre todo ante la opinión pública, particularmente en redes sociales. Constituyen una vanguardia de visibilidad importante que -reitero- no construye identidad. Más que el estatus de salud, la amistad constituye el lazo de fuerza y consistencia entre pacientes. Subrayo: ni la protección entre pares ni el respaldo mutuo devienen en identidad.
Esto sucede porque al VIH se le supera desde lo individual. No hay pautas clínicas ni tampoco comunitarias que permitan sobrellevar el diagnóstico de manera compartida, junto a otros pacientes. La actitud personal marca la pauta y en consecuencia la diferencia.
En esta dinámica, ¿dónde queda el cuerpo del paciente? ¿Se puede hablar de una narrativa a partir del VIH/sida cuando se singulariza el diagnóstico tanto como su tratamiento? Si concentrados en la medición de su carga viral los pacientes ya no miran sus cuerpos, ¿se puede hablar de identidad asociada al VIH?
El cuerpo es un espacio de inscripciones y de mutaciones, escribió el ensayista Sergio Espinosa Proa. Es aquello que puede ser inscripto y circunscripto pero irrepetible, una singular “zona de golpe”, añade con tino al menos en el contexto de esta epidemia.
Para este académico y filósofo, el cuerpo no admite identidad. Sabemos qué es: “tejidos de desigual dureza y tamaño, fluidos, canales, plegamientos, bulbos, membranas, apéndices, objetos en tránsito”. Pero este saber, advierte, impide imaginar lo que el cuerpo no es pero que puede ser.
La perspectiva del ensayista radicado en Zacates parte de una premisa interesante: que el cuerpo siempre está en proceso, que nunca se completa. Una dinámica solo interrumpida por la muerte. Por eso es un objeto “extraño” e impropio. Por eso tampoco nos pertenece.
En el contexto del VIH el cuerpo también cambia, no así los servicios. La pregunta entonces resulta obligada: si el cuerpo de un paciente con VIH no es suyo, ni quiere apropiárselo, si no le produce identidad o afinidad con otros pacientes, ¿es posible reivindicarlo para cambiarle el curso a la epidemia?