Por Maribel Ramírez Coronel, Periodista en temas de economía y salud para El Economista.
Durante el sexenio calderonista se dieron pasos para resolver el histórico problema de desabasto de medicamentos, particularmente en el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS). Tanto en la etapa de Francisco Molinar Horcasitas como Daniel Karam se trabajó con pacientes y organizaciones civiles para atender los reportes de faltas en el surtido de recetas.
Ese mecanismo lo continuó el IMSS en este sexenio con José Antonio González Anaya al frente del Instituto con la participación directa del área de Vinculación y la dirección de Administración; incluso se buscaron esquemas para dejar cubierto el arranque de año que por renovación de contratos es cuando más problemas de desabasto se presentan.
Pero en los últimos dos años fue evidente que cambiaron las prioridades (quizá fue el costo que Mikel Arriola decidió asumir para conseguir sanear las finanzas): se detuvo la labor con esos grupos de trabajo y vino la consecuencia: en enero del 2017 se detonaron muchas quejas de pacientes por desabasto. La razón fueron cuestiones burocráticas que rezagaron la firma de contratos.
En este primer mes del 2018 la historia se está repitiendo y se multiplican las reclamaciones de pacientes a quienes no les surten su receta. Y ahora son más evidentes porque las asociaciones de pacientes cuentan con las redes sociales para difundirlo.
Hay un elemento más: una gran parte de la planilla de directivos en el IMSS se fue a la precampaña política de Mikel Arriola buscando la candidatura priista para gobernar la Ciudad de México; y los que llegan junto con el nuevo titular, Tuffic Miguel, necesitan tiempo para agarrar bien las riendas.
Esa curva en pleno inicio de año no es tan corta, y mientras tanto las quejas por desabasto de terapias están a la orden del día en varias entidades del país. Tanto el director de Vinculación, Pablo Corral Sánchez, como la directora de Administración, Norma Gabriela López Castañeda, tendrían que trabajar con ahínco para garantizar que cada terapia esté surtida y entregada oportunamente en cada clínica, hospital y delegación del IMSS. Valdría la pena que retomen el diálogo con las asociaciones de pacientes cada vez con mayor participación y fuerza porque ya está demostrado que trabajar con la sociedad civil sí funciona. Y no sólo aquí. Hay muchas experiencias en el mundo que lo constatan. Hay sistemas de salud donde la opinión de pacientes se está considerando inclusive en el diseño de políticas y en la autorización de nuevos medicamentos. Aquí aún se les estigmatiza y se les considera “rojillos” o demasiado “grillos” y aguerridos como para hacerles caso.
El IMSS dice que va por el 100% de recetas surtidas, pero valdría la pena conocer no sólo cuántas recetas sí se surten sino cuántas no. Frente a las 17 millones de recetas surtidas, quizá sean unas miles las que no se surten, pero para esos pacientes cuentan demasiado. Además cada una representa una historia terrible.
Está el caso de Kareen Fabiola Quiñonez Chávez, una joven paciente del IMSS en Chihuahua que padece una enfermedad rara llamada esclerosis tuberosa. A ella se le empezó a dar su medicamento Everolimus (Afinitor, de Novartis) y aun cuando le estaba dando óptimos resultados el Instituto decidió retirárselo. Ante los reclamos de los padres, los directivos del Instituto les dejaron en claro que ya no se lo darán porque es muy caro y no está en el cuadro básico. Es un fármaco innovador de la empresa suiza Novartis que en farmacia cuesta 68,000 pesos la caja con 30 comprimidos de 10 miligramos. Es un caso muy representativo de un dilema ético para el IMSS, pero además le puede implicar serios problemas porque la ley claramente marca como una falta grave que a un paciente se le retire su tratamiento.