En su afán por imponer su manera de ver al mundo, el gobierno federal nos ha regalado una fotografía fehaciente de lo que no funciona y que por eso no debe ser. Décadas -si no es que siglos- de gobierno centralizado con estructuras verticales de control tuvieron el efecto de estabilizar al país, pero no de lograr su desarrollo. La descentralización que nos ha caracterizado en las últimas décadas no se tradujo en un renacimiento generalizado de creatividad local, quizá en buena medida por el enorme peso de la idea de control central que el presidente intenta recrear. Como escribiera Marx hace casi doscientos años, lo que es tragedia la primera vez, resulta ser una farsa la segunda.
Acostumbrados a poderosos gobiernos centrales, a los mexicanos nos cuesta trabajo entender la trascendencia de la gobernanza local y, sobre todo, los costos de la imposición desde “el centro.” Los grandes éxitos económicos de las últimas décadas han surgido en estados y regiones que se dedicaron a promover el crecimiento y se abocaron a crear condiciones para que eso fuera posible. El auge experimentado por Querétaro, Aguascalientes, Yucatán, Nuevo León y otras entidades no ha sido producto de la casualidad, sino de estructuras efectivas de gobierno local.
En sentido contrario, tanto la incapacidad para erradicar la violencia, la extorsión y otras formas de actividad criminal, como la pobreza que sigue imperando en muchas regiones del país, especialmente en el sur, reflejan gobiernos locales incapaces o, más al punto, dedicados al control y la expoliación.
Los números muestran que el deterioro en materia de seguridad avanzó de manera paralela al debilitamiento de las estructuras de control centralizado desde los noventa y, aunque hubo alguna mejoría al inicio de la segunda década del siglo, ésta no se consolidó. Los controles centralizados de antaño resultaron inviables en un país que se diversificaba y democratizaba, pero nada se hizo, especialmente a nivel local, para construir capacidad de gobierno, comenzando por policías, poder judicial y mecanismos de interacción y comunicación entre la ciudadanía y las autoridades electas.
Con el “divorcio” del PRI y la presidencia en 2000, los gobernadores, organizados en un sindicato, le “robaron la chequera” al gobierno federal, pero no usaron la súbita cauda de recursos para transformar sus estructuras con miras hacia el desarrollo de sus entidades, sino para enriquecerse y/o promover sus propias carreras políticas. En confesión manifiesta de sus prioridades, los gobernadores no encontraron motivación alguna para proteger a la ciudadanía a la luz del brutal crecimiento del crimen organizado.
Desde entonces hemos sido testigos de dos respuestas igualmente erradas y absurdas: por un lado, Felipe Calderón movilizó al ejército para confrontar a los criminales. El valor de su decisión radicó en el reconocimiento de la amenaza que el crimen organizado constituye y su impacto sobre la sociedad y la economía; pero el envío del ejército no constituyó una respuesta idónea porque los militares, no siendo policías, saben pacificar una región, pero no construir capacidad para la seguridad de largo plazo. Fuera de unos meses de paz, retornaron los criminales y nada cambió para la población.
La segunda respuesta es la del presidente López Obrador, que ha ido en sentido opuesto: argumentando que hay que atender las causas últimas de la criminalidad, ha impedido que la guardia nacional actúe, con lo que de hecho ha promovido una nueva ola de criminalidad, la que se expresa en la forma de extorsión, secuestro, derecho de piso y toda clase de negocios ilegales. La mitad del país vive ese terror.
Lo que ninguna de estas estrategias contempla es que el bienestar -desde la seguridad hasta el desarrollo- comienza desde abajo, desde el gobierno municipal. Las ciudades más exitosas del mundo cuentan con policías de manzana o de barrio que conocen a sus habitantes y son garantes, tanto por su presencia física como por la autoridad que representan, de la paz y seguridad de la población. En México se ha intentado imponer la seguridad sin reconocer que el objetivo, y la razón de ser del gobierno, es (o debiera ser) la ciudadanía y su seguridad.
El país es demasiado grande y diverso para pretender controlarlo desde el gobierno federal. El intento que representa el gobierno actual en esa materia va a fracasar como le ocurrió a todos los experimentos anteriores.
Resolver la inseguridad sólo es posible en la medida en que se reconozca, primero, que la razón de ser del gobierno es el bienestar de la población y, segundo, que eso sólo es posible con la concurrencia y participación de la ciudadanía. Es posible que, en sociedades con culturas autocráticas, o bajo dictaduras, se pueda imponer el orden desde arriba, pero ese no es el México de hoy, por lo que todos los experimentos en ese sentido seguirán fallando.
La democracia mexicana adolece de múltiples carencias porque la ciudadanía sigue siendo impedida, en tanto que el crimen organizado prolifera. El conjunto ha arrojado un país cada vez más inestable y con su potencial económico mermado. Hay que comenzar por reconocer a la ciudadanía como el corazón del futuro y construir desde abajo. No hay de otra.