El trabajador agrícola de fines del siglo XVIII fue súbitamente desplazado por la aparición de la máquina de vapor que substituyó, dice Gertrude Himelfarb,* a un promedio de 50 empleados de un solo golpe. Llevó entre 20 y 30 años para que la naciente industria manufacturera absorbiera a esa mano de obra desplazada y eso que la nueva tecnología, aunque terriblemente disruptiva, era muy fácil de aprender. 200 años después, el mundo vive una situación similar pero con la enorme diferencia de que la nueva tecnología -redes digitales e informáticas- no es fácil de asimilar porque demanda habilidades y capacidades que sólo un sistema educativo idóneo puede proveer.
El desajuste proviene del cambio tecnológico que afecta a todos los rincones de la vida: la economía, la sociedad y la política. No hay espacio que no haya experimentado una aguda transformación debido a los cambios en la manera de producir, las comunicaciones instantáneas, las redes sociales y las interconexiones que vinculan a comunidades alrededor del mundo. La forma de trabajar se ha transformado y no hay fuerza humana que pueda parar tecnologías como las impresoras de tercera dimensión que ahora producen casas enteras en el lugar en que van a quedar ancladas o los contrastes en el valor de la mano de obra tradicional -procesos manuales- frente a quienes se dedican a programar el software que hace funcionar a las computadoras que controlan cada vez más sistemas productivos.
La disrupción es universal, pero hay naciones que se encuentran en condiciones especialmente propicias para encararla, mientras que la mayoría vive procesos políticos complejos para sobrellevar las consecuencias de la disrupción. Unos emplean el gasto público para estimular la actividad económica, otros generan gobiernos anómalos. Para AMLO la salida fácil ha sido la de intentar refugiarse en la era anterior donde el cambio tecnológico no era un factor relevante, pero la realidad ha demostrado que esa no es solución. El trapiche quedó en la historia y sólo encarando la era digital saldrá el país adelante. Pero lo evidente no siempre es lo políticamente conducente.
Todo esto arroja un mar de incertidumbre en todos los ámbitos, produce cambios drásticos en las filosofías de gobierno y una permanente ansiedad respecto al futuro. El común denominador es lo abrupto de la disrupción tecnológica y sus impactos culturales, pero cada sociedad busca sus propias formas de enfrentarlos. No es casualidad que naciones que han invertido masivamente en la educación en las décadas pasadas, especialmente las asiáticas, dominen muchas de las nuevas tecnologías y exhiban una extraordinaria capacidad de adaptación. En sentido contrario, las sociedades que no han hecho esas inversiones experimentan diversos tipos de convulsiones y bandazos, como ilustran casos como el de Trump, Bolsonaro (Brasil), Castillo (Perú), Boric (Chile), Orban (Hungría) y Xi (China). Las circunstancias de cada nación son distintas, pero en lo que son idénticas es en la urgencia de enfrentar el enorme desafío que entraña esta disrupción.
Por supuesto, no todas las naciones están abocadas a lo importante y urgente, que es construir la capacidad para encarar el fenómeno. Como ilustran los ejemplos anteriores, muchas se encuentran en la negación, pretendiendo refugiarse en un pasado idílico o creyendo que pueden erigir barreras para impedir ser arrastradas por los torrentes que se avecinan. La noción de que se puede evadir la realidad del mundo del conocimiento es absurda, pero eso no impide que muchos estén abocados a ello, incluyendo desde luego a nuestro presidente.
La realidad es que tenemos dos opciones: una es pretender que es posible no ajustarse, lo que implicaría una decisión consciente de empobrecer al país y cerrarle toda oportunidad hacia el futuro, que es precisamente lo que está haciendo la administración actual. Seguir esa senda requeriría cada vez más controles, cada vez más represión y cada vez menos oportunidades. Nos pueden dorar la píldora con todos los dogmas y discursos imaginables, pero nada de eso cambia la tendencia y sus consecuencias.
La alternativa consistiría en encarar decididamente el futuro, lo que implicaría llevar a cabo los cambios que el país se ha negado a emprender en materia educativa, de salud, de infraestructura y, en general, de construcción expresa de un futuro compatible con las fuerzas que caracterizan al mundo actual. Manuel Hinds, un salvadoreño que se ha abocado a pensar** sobre esto, propone el concepto de “sociedad multidimensional” como visión para facilitar el proceso de ajuste y cambio. Su idea es muy clara: las sociedades unidimensionales son siempre piramidales e incompatibles con las tecnologías digitales, razón por la cual lo imperativo es acelerar el desarrollo de capital humano (educación y salud), fortalecer instituciones susceptibles de convertirse en contrapesos efectivos y separar al mundo de la economía respecto al del poder político para que cada uno desarrolle sus responsabilidades y, en conjunto, fortalezcan a la actividad económica y la estabilidad política.
Sociedad de redes o sociedad piramidal: esa es la disyuntiva. De ello depende el desarrollo y la democracia: el dilema no es menor.
*The Idea of Poverty: England in the Early Industrial Age; ** In Defense of Liberal Democracy