Sus imágenes son famosas no por los grandes dramas de la historia, sino que los pequeños momentos.
En un famoso texto, Juan Villoro explica por qué la crónica es el ornitorrinco de las letras: en parte literatura, en parte periodismo. Puede usar las figuras de poesía y narrar como una novela, pero lo que narra es estrictamente cierto.
La crónica no sólo se hace con palabra. También se puede hacer con imágenes. Como las de Robert Doisneau (Francia, 1912-1994), fotógrafo de la vida citadina. Sus fotos valen por una y mil crónicas de la vida francesa a mitad del siglo XX. Es muy placentera la exposición Robert Doisneau: la belleza de lo cotidiano, en el Palacio de Bellas Artes. La vida diaria como obra de arte. Doisneau era un paseante nato. Desde muy joven le gustó capturar escenas de la vida diaria.
Comenzó como dibujante y pronto se pasó a la cámara. En la exposición se presenta la parte gruesa de su larga trayectoria, la de las fotos del París (y en algunas ocasiones el campo francés) durante la Segunda Guerra Mundial y la posguerra inmediata. No hay fotos de la ocupación, pero sí de la liberación del país. Doisneau, en su vocación narrativa, supo capturar los grandes momentos de la historia a través de los retratos de gente común al calor de los sucesos.
Sus imágenes son tan famosas que hasta se han vuelto cliché: es el París de acordeón, boinas y cafés a media tarde. Sin embargo, no son los grandes dramas de la historia los que impregnan la obra del fotógrafo. Son los pequeños momentos, los “instantes decisivos” a la Cartier-Bresson. El momento en que esa pareja se da un beso frente al Hotel de Ville, su placa más famosa. La cercanía medio hostil de una pareja de viejos en su Estricta intimidad.
El joven de cara traviesa y ojos amoratados de El boxeador. O la imagen de cuento de hadas de Tres niños blancos. Los niños sonrientes, como salidos de cuento de René Goscinny, de El equipo de futbol de la calle Panoyaux. Doisneau supo que todos somos actores haciendo teatro. Todos sus personajes son peculiares, con su personalidad en primer plano. Pero no se trata de encontrar la rareza monstruosa, como —digamos— en la obra de Diane Arbus, sino la belleza escondida en lo normal.
También es interesante ver la evolución creativa del artista. De jovencito tomaba fotos de edificios y de formaciones geométricas, muy al estilo del expresionismo. Los personajes fueron surgiendo después, poco a poco, primero sugeridos y luego ya como protagonistas del cuadro. En la década de los 70, con la modernización de la ciudad occidental, Doisneau vuelve a fotografiar edificios. Torres de cristal, robóticas, como dibujos cubistas. “La ciudad se vuelve abstracta”, escribió.
“Se le tiene miedo a la vida”. El fotógrafo no le tuvo miedo al miedo mismo: en sus fotos esos edificios rectilíneos adquieren la curvatura del juego. El ornitorrinco de Robert Doisneau tiene piernas de garabato, cuerpo de director teatral, cerebro de reportero y corazón de niño que se fue de pinta.