Georges Soros, presidente del fondo de gestión del mismo nombre, hace un crudo análisis del rumbo de la economía global durante el 2014.
Finalizado 2013, las medidas encaminadas a reavivar el crecimiento en las economías más influyentes del mundo, exceptuada la zona del euro, están surtiendo un efecto benéfico a escala mundial. Todos los problemas que se ciernen sobre la economía mundial son de carácter político.
Después de 25 años de estancamiento, Japón está intentando reanimar su economía recurriendo a la relajación cuantitativa en una escala sin precedentes. Es un experimento peligroso: un crecimiento más rápido podría hacer subir los tipos de interés, con lo que los costos del servicio de la deuda resultarían insostenibles, pero el primer ministro, Shinzo Abe, ha preferido correr ese riesgo a condenar a Japón a una muerte lenta y, a juzgar por el entusiástico apoyo público, lo mismo se podría decir de los japoneses comunes y corrientes.
En cambio, la Unión Europea se dirige a la clase de estancamiento de larga duración del que Japón ansía escapar. Es mucho lo que está en juego: los Estados-nación pueden sobrevivir a un decenio perdido o más, pero la UE, asociación incompleta de Estados-nación, podría resultar destruida con ello.
La concepción del euro, que siguió el modelo del Deutsche Mark, tiene un fallo fatal. Al crearse un banco central europeo sin un tesoro común, las deudas de los gobiernos están denominadas en una divisa que ningún país miembro controla, lo que les hace correr el riesgo de suspensión de pagos. A consecuencia de la quiebra financiera de 2008, varios países miembros quedaron excesivamente endeudados y las primas de riesgo convirtieron en permanente la división de la zona del euro en países deudores y acreedores.
Se podría haber corregido ese defecto sustituyendo los bonos de los países particulares por eurobonos. Lamentablemente, la canciller de Alemania, Ángela Merkel, lo descartó, lo que constituyó un reflejo del cambio radical que han experimentado las actitudes de los alemanes para con la integración europea. Antes de la reunificación, Alemania era el motor principal de la integración; ahora los contribuyentes alemanes, abrumados por los costos de la reunificación, están decididos a evitar la posibilidad de convertirse en el bolsillo sin fondo de los deudores europeos.
Después de la quiebra financiera de 2008, Merkel insistió en que cada uno de los países debía hacerse cargo de sus entidades financieras y se debían pagar las deudas estatales por entero. Sin darse cuenta, Alemania está repitiendo el trágico error de Francia después de la Primera Guerra Mundial. La insistencia en las reparaciones por parte del primer ministro francés, Aristide Briand, propició el ascenso de Hitler; las políticas de Ángela Merkel están propiciando el desarrollo de movimientos extremistas en el resto de Europa.
Las actuales disposiciones que rigen el euro van a continuar, porque Alemania siempre hará lo mínimo imprescindible para preservar la moneda común y porque los mercados y las autoridades europeas castigarían a cualquier otro país que impugnara dichas disposiciones. Aun así, la fase aguda de la crisis financiera ya ha pasado. Las autoridades financieras europeas han reconocido tácitamente que la austeridad es contraproducente y han dejado de imponer restricciones fiscales suplementarias. Gracias a ello, los países deudores han disfrutado de un respiro y, aun sin perspectivas de crecimiento, los mercados financieros se han estabilizado.
Las crisis futuras tendrán un origen político. De hecho, resulta ya patente, porque la UE se ha encerrado en sí misma hasta tal punto que no puede reaccionar adecuadamente ante las amenazas exteriores, ya se trate de la de Siria o la de Ucrania, pero la perspectiva dista de ser desesperada; la reaparición de una amenaza procedente de Rusia puede invertir la predominante tendencia a la desintegración europea.
A consecuencia de ello, la crisis ha transformado a la UE del “objeto fantástico” que inspiraba entusiasmo en algo radicalmente distinto. Lo que había de ser una asociación voluntaria de Estados iguales que sacrificaban una parte de su soberanía en pro del bien común, la encarnación de los principios de una sociedad abierta, ahora, con la crisis del euro, ha quedado transformado en una relación entre países acreedores y deudores que no es ni voluntaria ni igualitaria. De hecho, el euro podría destruir a la UE enteramente.
A diferencia de Europa, los Estados Unidos están resurgiendo como la economía más fuerte del mundo desarrollado. La energía procedente del esquisto ha brindado a EE.UU. una importante ventaja competitiva en la manufactura en general y en la petroquímica en particular. Los sectores bancario y de los hogares han logrado algunos avances en el desapalancamiento. La relajación cuantitativa ha impulsado los valores de los activos y el mercado inmobiliario ha mejorado, con lo que la construcción ha reducido el desempleo. El lastre fiscal representado por el “secuestro” presupuestario está también a punto de expirar.
Más sorprendente es que la polarización de la política americana dé señales de reducirse. El sistema bipartidista funcionó bastante bien durante dos siglos, porque los dos partidos tenían que competir por el centro en las elecciones generales. Después el Partido Republicano quedó cautivo de una coalición de fundamentalistas religiosos y del mercado, más adelante reforzada por los neoconservadores, que lo llevaron hasta posiciones de extrema derecha. Los demócratas intentaron recuperar el terreno perdido para hacerse con el centro y los dos partidos participaron en operaciones de manipulación de los distritos electorales correspondientes al Congreso. A consecuencia de ello, las elecciones primarias de los partidos, dominadas por activistas, cobraron prioridad sobre las elecciones generales.
Así se completó la polarización de la política americana. Al final, al ala del Tea Party dentro del Partido Republicano se le fue la mano. Después del reciente desastre del cierre de la administración, lo que queda de la clase dirigente republicana ha empezado a contraatacar, lo que debería propiciar un resurgimiento del sistema bipartidista.
La mayor incertidumbre que hoy afronta el mundo no es el euro, sino la futura orientación de China. El modelo de crecimiento al que se debe su rápido ascenso ha perdido fuelle.
Dicho modelo dependía de la represión financiera del sector de los hogares para impulsar el aumento de las exportaciones y las inversiones. A consecuencia de ello, el sector de los hogares se ha reducido hasta el 35% del PIB y sus ahorros forzosos ya no son suficientes para financiar el modelo actual de crecimiento, lo que ha provocado un aumento exponencial del recurso a diversas formas de financiación de la deuda.
Hay algunas semejanzas con las condiciones financieras que predominaron en EE.UU. en los años anteriores a la quiebra financiera de 2008, pero también una diferencia importante. En Estados Unidos los mercados financieros suelen dominar la política; en China, el Estado es propietario de los bancos y de la mayor parte de la economía y el Partido Comunista controla las empresas de propiedad estatal.
El Banco Popular de China, consciente de los peligros, adoptó medidas a partir de 2012 para frenar el aumento de la deuda, pero, cuando la desaceleración empezó a causar dificultades reales en la economía, el Partido afirmó su supremacía. En julio de 2013, la dirección ordenó a la industria metalúrgica que volviera a poner en marcha los hornos y al Banco Popular de China que relajara el crédito. La economía dio una brusca media vuelta. El pasado mes de noviembre, el Tercer Pleno del 18º Comité Central anunció reformas trascendentales. A esas novedades se debe en gran medida la reciente mejora del panorama mundial.
Los dirigentes chinos acertaron al conceder prioridad al crecimiento económico sobre las reformas estructurales, porque éstas, si se combinan con austeridad fiscal, conducen a las economías a una caída deflacionaria en espiral, pero en las políticas actuales de China existe una contradicción no resuelta: al volver a poner en marcha los hornos, se enciende también el crecimiento exponencial de la deuda, que sólo se puede sostener durante unos años.
Según cómo y cuándo se resuelva esa contradicción, habrá consecuencias profundas para China y el mundo. Una transición lograda en China entrañará casi con toda probabilidad reformas políticas, además de económicas, mientras que el fracaso socavaría una confianza aún generalizada en los dirigentes políticos del país, cuyas consecuencias serían la represión interior y la confrontación militar exterior.
El otro gran problema irresuelto es la falta de una gobernación mundial adecuada. La falta de acuerdo entre los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas está exacerbando las catástrofes en materia de asuntos humanitarios en países como Siria, por no hablar de que se permita que el calentamiento planetario continúe en gran medida sin trabas, pero, a diferencia del enigma chino, que se despejará en los próximos años, la falta de una gobernación mundial puede continuar indefinidamente.