Durante el primer trimestre de 2010, la economía brasileña creció 9% interanual, dejando sorprendidos incluso a los analistas más optimistas. De esta forma quedó claramente superada la caída iniciada en el último tramo de 2008, producto de la crisis financiera global.
El ministro de Hacienda de ese país, Guido Mantenga, se ocupó de recordar que a comienzos de año aún se mantenía el programa de estímulo estatal que abarcaba medidas como la reducción de impuestos a los automóviles y algunos electrodomésticos. Indicó, asimismo, que no debía perderse de vista que la comparación era contra un 2009 muy débil. Pero nada de eso logró calmar la euforia en el mercado local. Para este año el gobierno anticipa un crecimiento del producto en el orden del 6-6,5%. Nada despreciable.
Tomemos cierta perspectiva histórica para entender mejor. Brasil no estuvo exento de los problemas que agobiaron a las economías latinoamericanas en el último tramo del siglo XX. Dictaduras militares, crisis de deuda, inflación galopante, ataques especulativos. Padeció también una altísima inflación crónica que se extendió hasta la llegada del Plan Real, un equivalente a la Convertibilidad argentina, impulsado por el ministro de Hacienda, Fernando Henrique Cardoso durante el gobierno de Itamar Franco. Curiosamente, Cardoso ingresó a la administración Franco como canciller, del mismo modo que Domingo Cavallo se sumó al primer gobierno de Carlos Ménem. Sin embargo, los parecidos terminan allí. En 1994, Cardoso ganó las elecciones presidenciales.
La administración de Cardoso implementó un programa de corte neoliberal, como estaba de moda en la región. Se avanzó además en la apertura económica, en especial, con la consolidación del Mercosur, lo que permitió que el efecto tequila no golpeara tan fuerte. El éxito alcanzado le permitió reformar la constitución y postularse para un nuevo mandato en 1998, comicios en los cuales salió victorioso.
No obstante, no todo era color de rosa. El real se hallaba sobrevaluado, el sector público era deficitario y el peso de los intereses era abrumador y el sistema financiero sufría tasas reales muy elevadas y una excesiva fragilidad. El golpe de gracia lo aportó la especulación financiera, a través de la fuga de capitales que forzó la devaluación. En un primer paso, en enero de 1999, se ampliaron las bandas de flotación. Pero la volatilidad de los mercados se mostró implacable, por lo que se permitió su libre flotación. Para comienzos de marzo el tipo de cambio se había devaluado 85%.
Tras el golpe, la economía volvió a crecer, aunque a tasas moderadas. El esquema de tipo de cambio flexible comenzó a ser funcional y el Banco Central adoptó la política de metas de inflación. El gobierno diseñó una nueva red de planes sociales que buscaba garantizar la alimentación y educación de los sectores vulnerables.
En octubre de 2002, Luiz Inácio Lula da Silva fue electo presidente, tras haber sido derrotado en los tres comicios anteriores. Su pertenencia al Partido de los Trabajadores y su orientación de izquierda sembraron las dudas de los capitales internacionales. Sin embargo, Lula sorprendió gratamente.
Al inicio de su gestión designó a Henrique Meirelles, otrora presidente del Bank Boston y miembro del opositor Partido de la Social Democracia Brasileña, al frente del Banco Central. Para Lula el combate de la inflación constituía una pieza clave del programa redistributivo. Por ello apostó por el mantenimiento del modelo de metas de inflación, gracias al cual se logró mantener el incremento en el nivel de precios en un dígito desde 2003.
Otro componente de su política distributiva fue la búsqueda del equilibrio fiscal. Los desajustes del sector público invariablemente terminan en crisis. Crisis en las cuales los sectores más vulnerables salen peor parados. Priorizó entonces el superávit fiscal y una política de desendeudamiento que incluyó el pago por anticipado al FMI en 2005. Dentro del ajustado margen de maniobra que le dejaban estas políticas macro prudenciales, Lula profundizó los programas de asistencia social.
Con la inflación bajo control y los riesgos de una crisis fiscal eliminados, la estabilidad se consolidó. Primero fue un crecimiento moderado, para luego acelerar aprovechando el boom internacional de los commodities, que le permitió superar el déficit crónico de cuenta corriente e incrementar el nivel de reservas internacionales. En el período 1999-2008, la economía brasileña experimentó un avance promedio del 3,7% anual, superando el 5% sólo tres años (2004, 2007 y 2008).
No obstante la suba exponencial en los precios de productos primarios, el despertar exportador brasileño se extendió también a productos industrializados de alto valor agregado como automóviles, celulares y aviones. Y creció en importancia la sociedad comercial con China, clave para la rápida recuperación de los últimos trimestres.
Brasil es hoy uno de los niños mimados por los mercados. Líder regional en un mundo donde los emergentes pesan cada vez más. La estabilidad y continuidad en las políticas de Estado permiten ilusionarse con un nuevo “milagro brasileño”. Lula puede retirarse satisfecho con la labor realizada, tras haber elevado a su nación a la consideración del resto del mundo.
Su elevadísima popularidad, aún luego de ocho años de gestión, constituye una prueba inequívoca del éxito que sus conciudadanos le adjudican. Por supuesto, para sus sucesores queda mucho trabajo por hacer. La estabilidad es un árbol que debe regarse diariamente. Mientras que siguen quedando cuentas pendientes en materia de distribución del ingreso, criminalidad, violencia e infraestructura.