La presidenta ha negado explícitamente que estuviera en marcha un plan para desdoblar el tipo de cambio como se hacía en la década de 1980 y le ordenó al viceministro de Economía, Áxel Kicillof, que desmintiera las noticias sobre un proyecto que obligaría a pesificar todas las transacciones y contratos.
Una lección que aprendió la presidente argentina, Cristina Fernández de Kirchner, sobre la historia económica de su país es que la población siempre temió y aborreció los pomposos “planes” anunciados en cadena de televisión por los ministros de economía. Siempre implicaban un paquete de medidas para ajustar la economía en varios frentes, pero todos los argentinos sabían que, por más complejo que pareciera el plan, siempre se podía resumir en la expresión “devaluación y tarifazo”.
Por este motivo, la presidenta sistemáticamente se ha negado a incurrir en los anuncios que durante tres décadas fueron la marca registrada de la economía argentina. Más bien, su preocupación ha sido la de transmitir calma, asegurando la continuidad de la situación actual, sin sorpresas.
Por eso ha negado explícitamente que estuviera en marcha un plan para desdoblar el tipo de cambio como se hacía en la década de 1980 y le ordenó al viceministro de Economía, Áxel Kicillof, que desmintiera las noticias sobre un proyecto que obligaría a pesificar todas las transacciones y contratos. Además, como demostración máxima de que no piensa devaluar el peso, exhibió el gesto de pesificar los US$3 millones que tenía ahorrados en el banco.
Sin embargo, hilando fino en las decisiones que se han ido tomando en los últimos días, los analistas comenzaron a percibir que, aunque no se lo ha anunciado, hay un nuevo plan económico, no tan distinto al de otros tiempos.
Lo primero que queda en evidencia es que el gobierno ha instituido un desdoblamiento cambiario de facto. Y probablemente ha llegado a la conclusión de que no tiene sentido oficializarlo, dado que ello le supondría un costo político, sin agregar ninguna ventaja a las que ya existen de hecho.
Así, los argentinos están acostumbrándose a vivir con un sistema en el que conviven varios tipos de cambio:
-Un dólar bajo, de $2,90 para los exportadores de soja (es lo que les queda neto después de aplicadas las retenciones).
-Otro de $ 4,50, válido para importadores y para los turistas.
-Otro financiero, en torno de $5,50, para particulares que buscan el “blue” como forma de ahorro.
-Otro “celeste” (a mitad de camino entre el “blanco” y el blue) para agencias de autos, algunas operaciones inmobiliarias y para quienes buscan cubrirse de subas en costos de reposición de insumos.
-Otro de $ 6 para aquellos que quieran fugar divisas del país mediante la compraventa de bonos (la operación conocida como “contado con liqui”).
La estrategia se completa con un cambio importante, que ha quedado algo inadvertido por todo el “ruido” generado en torno al mercado paralelo y los controles de los perros inspectores que olfatean dólares en el microcentro porteño. Se trata de un sensible aumento en el ritmo devaluatorio del tipo del dólar “legal”. Venía devaluándose a un ritmo de 0,6% mensual a comienzos de año y pasó a otro de 1,3% en mayo.
“Mientras la brecha siga haciendo parecer barato el tipo de cambio oficial, el Banco Central, sin comunicarlo, empezó a mover más rápido la tasa de devaluación”, afirma el influyente economista Miguel Bein, para quien el dólar oficial podría llegar a un nivel de $5 sobre fin de año.
Ello implicaría una devaluación de 16% o 17% en todo el año, el doble de la registrada en 2011.
De esta forma, se lograría un punto de inflexión en el fuerte proceso de encarecimiento en dólares que presentan todos los precios de la economía desde la recesión de 2009.
Claro que con todo esto no alcanza, porque el plan también tiene que atacar el flanco más débil del “modelo”. Es decir, la alta inflación y el desajuste fiscal. Un gasto público que crece a un ritmo de 30% anual mientras los ingresos tributarios lo hacen al 25% es visto por todos como algo no sustentable. Por eso es que el gobierno kirchnerista decidió atacar este problema en dos frentes. Uno es el de los costosos subsidios al sector privado.
Quedó a medio camino el del sistema energético, porque Cristina temió que un shock en las facturas de gas y electricidad generase demasiado malhumor social. Pero ahora se fijó el objetivo de aliviar el pesado rubro de subsidios al sistema de transporte, que le implica US$ 4.500 millones por año.
En otras palabras, la presidenta decidió que llegó la hora de cortar los subsidios, pero no está dispuesta a asumir en soledad el costo político de las subas de boletos en ómnibus, trenes y subtes, y quiere compartirlo con Scioli y Macri, que además son sus principales adversarios políticos. Lo que se dice matar dos pájaros de un tiro.
Por otra parte, el ajuste se completa con una fuerte intervención estatal en las negociaciones salariales del sector privado. El kirchnerismo ha logrado que los grandes gremios firmaran acuerdos no superiores a 24%, que es aproximadamente la inflación que se espera para este año. Todo un contraste respecto del año pasado, cuando hubo gremios que obtuvieron aumentos por encima del 30%.
De momento, el plan parece funcionar correctamente, y la prueba de ello es que se ha logrado sostener el nivel de las reservas del Banco Central.
Naturalmente, el plan no es gratis, porque su gran costo es un fuerte enfriamiento de la economía. Los analistas están revisando sus proyecciones y pasaron a esperar un crecimiento mínimo, casi en el filo de la recesión.