El gobierno celebra la desaceleración de precios y lo atribuye al éxito de su plan, llevado a cabo por Axel Kicillof.
Pasó el “maldito verano”, con su saga de inflación, devaluación, apagones, saqueos y malhumor social. Y como si estuviera despertando de un mal sueño para encontrarse, aliviado, con una realidad tranquilizadora, el gobierno se aferra a las buenas noticias de este otoño benevolente.
Con un tipo de cambio estabilizado, reservas del Banco Central en alza, un dólar blue que cae incluso por debajo del “dólar tarjeta” y con buena parte de las paritarias ya cerradas en línea con la aspiración oficial –menos del 30% anual–, solo faltaba la confirmación del dato fundamental: la inflación está en baja.
Es cierto que el 2,6% mensual en marzo no es para celebrar si se lo compara en términos internacionales, pero objetivamente es para mirar con alivio cuando se tiene en cuenta que hace apenas dos meses el nuevo índice del Indec reconocía un preocupante 3,7% de alza de precios.
El anuncio hecho por un relajado Axel Kicillof deja entrever algunas primeras conclusiones entrelíneas.
Primero, parece claro que se disipó el arrastre inflacionario causado por la devaluación de enero. Es algo que hasta el propio ministro reconoció, aunque claro, siempre aclarando que la mayor parte de las subas posteriores al “movimiento cambiario” no estaban justificadas sino que obedecieron a movimientos especulativos.
Segundo, empiezan a notarse con fuerza los efectos de la política contractiva que lleva adelante Juan Carlos Fábrega en el Banco Central, con su alza en las tasas de interés y su masivo retiro de pesos del mercado.
Tercero, en marzo, cuando todavía la mayor parte de los asalariados no habían obtenido un ajuste nominal en sus ingresos, fue cuando se dio con más fuerza la combinación de “sueldos viejos con precios nuevos”, que enfrió notablemente la demanda y, por consiguiente, ayudó a que la inflación levantara el pie del acelerador.
Ortodoxia involuntaria
El punto en el que el ministro reveló preocupación fue la posibilidad de que la relativa calma pueda ser atribuida a un enfriamiento en el consumo y en la actividad productiva.
Pero Kicillof, que siempre ha refutado la visión “monetarista” según la cual la emisión de dinero es la causante de la inflación, nunca aceptará que el actual freno en los precios pueda ser causado por la contracción que está llevando a cabo el Banco Central.
Sin embargo, ese análisis ya es aceptado casi por la totalidad del gremio de los economistas, incluyendo a referentes de la “heterodoxia”, como Aldo Ferrer, que da esta explicación sobre la suavización de la inflación: “Lo primero que ha pasado es que se ha tranquilizado el tipo de cambio; me parece que hubo un buen manejo de la política monetaria que puede tener un efecto positivo sobre las expectativas”.
Pero aceptar ese argumento implicaría aceptar, indirectamente, que el gobierno indujo un enfriamiento de la economía. Más bien al contrario, el ministro volvió a mostrarse enojado con los medios de comunicación que “quieren generar una sensación de desánimo, de incertidumbre, de tristeza”.
El argumento ofrecido al respecto fue que, en marzo, el rubro de indumentaria había liderado los aumentos y que ello habría sido imposible si no fuera porque la gente está comprando: “No pueden ajustar precios mientras no están vendiendo, sería extraño”, dijo.
Por desgracia para el ministro, su razonamiento aparece amenazado desde varios flancos.
Primero, la porfiada realidad marca una caída de 7,6% en la venta de ropa en comparación con marzo del año pasado, según la encuesta de la Cámara Argentina de la Mediana Empresa, una institución a la cual nadie puede acusar de opositora, y cuyo relevamiento de mercado es tomado como un termómetro de las ventas por todos los analistas.
Pero hay un riesgo más sutil en el argumento de Kicillof: la posibilidad de estar defendiendo, sin darse cuenta, una postura ultra ortodoxa. Al fin y al cabo, si la suba de precios es prueba irrefutable de que el consumo está “a full”, entonces la conclusión lógica debería ser que inducir un enfriamiento en la economía vía reducción de salarios sería la forma de bajar la inflación.
Peor aún, su argumento llevaría a la conclusión de que hay una relación directa entre inflación y bienestar de la población: cuanto más suben los precios, es porque la gente está comprando más.
Un pensamiento raro para un ministro que hasta hace poco defendía la postura totalmente opuesta: “El aumento salarial es virtuoso. Aumenta el consumo, la demanda, la inversión, la recaudación, el gasto y el crecimiento, y no genera inflación”, había dicho en una de sus anteriores alocuciones.
¿Una paz de otoño?
El gran interrogante que se plantea en este escenario es si, como dijo Kicillof, la desaceleración inflacionaria de marzo es el inicio de una estabilidad recuperada. O si, como insinúan los analistas críticos, se trata apenas de un “otoño feliz” que se disipará rápidamente.
Por lo pronto, esta segunda posición ofrece varios argumentos a tener en cuenta. Que, en realidad, se pueden sintetizar en uno solo: todas las circunstancias que actualmente están permitiendo la desaceleración inflacionaria, desaparecerán rápidamente en el corto plazo.
El primer efecto será el salarial, dado que recién a partir de mayo comenzará a sentirse en toda su potencia el incremento acordado en las últimas paritarias. Siguiendo el razonamiento del propio Kicillof, el aumento del consumo pondrá presión sobre los precios.
“El aumento de los sueldos nominales por la estacionalidad de las paritarias, el aumento de las jubilaciones en marzo, el excedente de dólares de la cosecha gruesa e incluso el medio aguinaldo de junio inducirá mayores aumentos de emisión monetaria potenciando los desequilibrios macroeconómicos”, afirma Economía & Regiones.
Y estima que ese efecto todavía no se refleja en las estadísticas pero ya comenzó. Estima que, luego de haber contraído la base monetaria en $ 19.000 millones durante el mes de febrero, ya en marzo volvió a observarse un relajamiento de $ 4.400 millones, debido a las necesidades de financiamiento del gasto público.
También la consultora Abeceb, que dirige el ex viceministro Jorge Todesca, adelantó una visión negativa al respecto: estima que en los próximos cinco meses el Banco Central volcará al mercado $ 185.000 millones de emisión pura.
El destino de esos pesos sería la compra de divisas liquidadas por los exportadores de soja, el pago de los títulos emitidos en los últimos meses y, por cierto, la financiación al sector público.
Claro que siempre existe la posibilidad de que Fábrega intente medidas en el sentido de “secar la plaza” haciendo que esos mismos pesos regresen a las arcas del Central, pero ello implicaría altas tasas de interés, y los economistas no creen que el gobierno convalide esa medida. Pero, sobre todo, si algo preocupa es la fragilidad de la “pax cambiaria”, en la cual el Central se da el lujo de comprar lotes de a US$ 350 millones por día.
Es cierto que, si no entran tantos dólares, entonces ya no será necesario emitir pesos para comprarlos –y eso será un factor que alivie la inflación– pero, al mismo tiempo, se perderá otro de los elementos fundamentales que han permitido el “otoño feliz” del gobierno: el dólar nuevamente funcionando como ancla inflacionaria. En definitiva, Kicillof disfruta su “alivio otoñal”, pero el “tic tac” sigue sonando.