En contra de muchas especulaciones sesgadas, es necesario reconocer que el principal interés chino en Latinoamérica y el Caribe es económico.
La gira del primer ministro Li Keqiang por cuatro países de América Latina pone de manifiesto la importancia de la región para las autoridades chinas. Estas visitas oficiales de alto nivel se han convertido en un ritual anual, orientado a fomentar un ambiente de consultas permanentes y cooperación, en la medida en que la dirigencia en Pekín necesita concertar y ejercer sus funciones de superpotencia mundial, en tanto que el grupo latinoamericano indaga fórmulas que remedien su inestabilidad política crónica, derivada de las limitadas opciones de desempeño económico ventajoso en el mercado globalizado.
El encuentro de la Comunidad de Estados de América Latina y el Caribe (Celac) en enero, en la capital china, comportó un valor político de clara trascendencia, en la medida en que afianza nuestra coordinación regional y sienta los cimientos para el accionar externo conjunto, que nos ha de catapultar como un interlocutor de los actores sobresalientes del sistema internacional: Estados Unidos, la Unión Europea, China y Rusia. Es deseable que otros lazos similares se tiendan pronto con India, la Unión Europea, Japón y la Liga Árabe, entre otros.
En contra de muchas especulaciones sesgadas, es necesario reconocer que el principal interés chino en Latinoamérica y el Caribe es económico, debido a dos razones básicas relativas al comercio y las inversiones. La región disfrutó la demanda de insumos industriales, energía y alimentos por parte de ese gigantesco taller asiático. Por más de una década nuestra oferta, ahora especializada en la actividad extractiva y agrícola, vivió una fase boyante, con un excedente comercial que revaloró las monedas y enfiló a los productores mayores, como Brasil, hacia el club de las economías emergentes. Sin embargo, en los dos últimos años, deprimido el motor chino —pasó del 12% al 7% anual en crecimiento—, las arcas a este lado del Pacífico se resintieron automáticamente, de modo que ahora Brasil, Argentina y Venezuela apelan con desespero al financiamiento externo.
El otro brazo de la proyección china en nuestra región es el financiero, en la triple forma de adquisiciones e inversiones directas en el aparato productivo, préstamos blandos a los gobiernos y depósitos en los paraísos fiscales. Por cierto, este último tipo de movimiento bancario capta las dos terceras partes del dinero chino enviado a América Latina y el Caribe. Al exportar sus excedentes de divisas, el Banco Central de China evita monetizarlas para no sobrecalentar la economía doméstica. De la suma disponible, de todos modos, una parte considerable llega a Perú, Chile, Argentina y Venezuela, donde la adquisición de minas, energía y compras anticipadas de cosechas les asegura recursos frescos a esos gobiernos. A su vez, la oferta de US$100.000 millones en cooperación financiera, dispuesta por el anterior presidente chino, Hu Jintao, en 2012, viene siendo aprovechada ante todo por Brasil, Argentina y Venezuela para solventar sus déficits fiscales.
La presencia del premier Li en Bogotá completa el arribo de personalidades asiáticas promovido por la diplomacia colombiana. El ilustre visitante llega tras el paso por el país del primer ministro japonés Shinzo Abe y la presidenta de la República de Corea, Park Geun-hye. Con los tres, los asuntos comerciales saltan al primer plano, dado el modesto ingreso de las ventas colombianas, en contraste con la captura cómoda de nuestro mercado por parte de ellos. En efecto, las exportaciones colombianas a esos tres países por no más de US$2.000 millones desentonan con los US$10.500 millones en importaciones, de las cuales el 70% son equipos y manufacturas comprados a China. En vez de ir hacia el equilibrio, el desbalance se profundiza sin freno, de ahí la aguerrida resistencia de algunos sectores agrícolas e industriales a la ratificación y aplicación del TLC con Corea.
Hasta ahora, las autoridades colombianas han mostrado notable frialdad en el relacionamiento con China, por múltiples motivos: desconocimiento de su importancia política y estratégica, arrogancia cultural de la “Atenas Suramericana” e infundado temor de las represalias por parte de Washington. Son tres mitos tenaces, arraigados en las capas más profundas de nuestra psiquis colectiva y, por tanto, difíciles de remover. De ahí que en la colocación de bienes en el mercado chino ocupemos el décimo puesto entre los países latinoamericanos, por debajo, incluso, de Costa Rica. El mercado chino no ha sido para nosotros la demanda especial que disfrutaron otros países de la región, sino la oferta abrumadora, que debe ser resuelta mediante un acuerdo comercial que propulse el ingreso de un paquete selectivo de bienes colombianos a ese mercado asiático. No por medio de un TLC, por supuesto.
No es ese, empero, el asunto nodal de la agenda deseable con el primer ministro Li. Lo primordial en este momento es asegurar la participación china en el posconflicto. Tras el acuerdo de La Habana, con constituyente o sin ella, Colombia se apresta a iniciar una nueva era, con la opción de despegar en su desarrollo económico y social o, por el contrario, perecer en las fauces de la pobreza, el desplazamiento masivo y la criminalidad ubicua. La economía extractiva neoliberal agotó sus posibilidades, de tal manera que el aparato productivo se ve precisado al relanzamiento a partir de la demanda interna sostenida, con la inclusión de la economía campesina, que representa el 30% de la población, en el consumo de bienes y servicios de origen nacional, a cambio de garantizar la soberanía alimentaria. La nueva Colombia no puede ser realidad sin un Plan Marshall, similar al que rescató a Europa hace 70 años, con el fin de garantizar el pleno empleo y el cumplimiento de las funciones esenciales del Estado: el bienestar social, la seguridad del territorio y el monopolio de la fuerza. Los US$30.000 millones que requiere tan sólo la primera etapa de un programa renovador de infraestructura (4G, puertos y metro de Bogotá), reforma agraria y masificación del crédito, no tendrían por qué salir todos de Pekín, pero sí en una parte sustantiva.