El escritor uruguayo radicado en Estados Unidos, presentó en Montevideo su primera antología poética: "La imaginación invisible".
Eduardo Espina es como un hombre del Renacimiento, pero a la uruguaya. Detrás de la sencillez se oculta una persona capaz de discutir con autoridad de filosofía, pintura, libros, cine y un largo etcétera.
A los 60 años, este hombre, casado y con dos hijos, conjuga varios talentos: es poeta, ensayista, da clases de literatura en Estados Unidos, ganó una beca Guggenheim y ve una película clásica por día, ya que, según cuenta, está suscrito a un canal de cable que es una ganga. Además, es un inmigrante por amor al arte. Un hombre que se fue al exterior para poder ser escritor y no para otra cosa. Por eso, se le ilumina el rostro cada vez que habla de "La imaginación invisible", la primera antología poética que reúne lo más importante de su obra.
- Una antología no es un libro cualquiera. Se parece mucho a un viaje en el tiempo. ¿Qué es para usted?
- Eso, un viaje en el tiempo. En este caso, que va de mi primer libro de poemas "Valores personales" (1982) a los textos inéditos que presento especialmente para la ocasión. También creo que es un viaje a mi mente, que ya no piensa lo mismo que entonces. Yo en mi literatura trato de seguir esa evolución natural de la vida, los cambios, para no repetirme. Mi primer libro no tuvo eco en Uruguay y fue la razón por la que emigré. Si no podía publicar, sentía que moría.
Afuera me fue mejor. "La caza nupcial", por ejemplo, fue un texto muy bien recibido. Ahí vi que había un público para ese estilo concreto de poesía. Y podía haber seguido por ese camino, pero creo que el poeta debe tener la mentalidad de Alejandro Magno: el objetivo es el mundo. En este caso, el mundo interior. Por eso, trato siempre de llegar a todos los rincones y no solo a los más exitosos o seguros.
- En "Valores personales" se leen poemas que se sienten íntimos, de búsqueda personal. ¿Cómo nació ese primer trabajo?
- La verdad es que surgió de una anécdota. Allá por los inicios de la década de 1980 yo trabajaba para un diario y andaba buscando una nota. Lo que encontré fue un garito de apuestas que funcionaba atrás del Hipódromo de Maroñas y me metí para buscar la información. En eso va y cae la policía y nos lleva a todos presos, por juego clandestino. Ya en el calabozo aparece un agente y me dice: ¡Documentos! Y yo le dije que no tenía. ¿Qué tiene, entonces?, me apuró. Y yo le contesté: valores personales. Así nació.
- En su segundo libro, "La caza nupcial" (1992), se observa un marcado erotismo. ¿Se puede decir que soltó amarras?
- Sí, quizá porque el libro es fruto de un amor intenso de aquel entonces. Trata de una caza amorosa. Pero no es la mujer la presa, ni el amor, sino el deseo, ese amigo frenético. En ese entonces, cuando era joven, el deseo y el tiempo parecían infinitos. Hoy, a los 60 años, mi tiempo lo percibo finito. Y el deseo parece anunciar que también tiene una caducidad. Pero tengo los recuerdos y ahí no hay límites.
Comparando mis poemas de entonces con los que escribo ahora, creo que he pasado del tiempo acelerado, asincrónico, del deseo, al tiempo reflexivo, sincopado, casi controlable, del recuerdo. Estilísticamente el cambio es visible. Antes, sintácticamente, era un tiempo más veloz. En mis últimos poemas noto que hay más puntos y más comas, más pausas. Es como el jugador de fútbol: de joven corre los 90 minutos, mientras que de veterano, a veces la tira afuera para tomar un poco de aire. El partido es otro.
- En "El cutis patrio" (2006) ya hay un autor consolidado. Es, además, el libro de un poeta inmigrante. ¿Qué poeta es ese?
Un poeta que se aferra a la lengua y así se comunica con su tierra natal. En Estados Unidos el uso del inglés es obligado en la calle. Al principio, recién llegado, yo sufría mucho. Hasta en los restaurantes mexicanos me atendían en inglés. En esa época perdí el español, tenía que adaptarme para sobrevivir. Luego las palabras volvieron. Recuerdo que en un viaje que hice a Buenos Aires me hicieron leer unos poemas. Al terminar, se me acercó la organizadora del evento y me dijo: "Leés y escribís como un uruguayo". Fue un gran elogio.
Por otra parte, uno nunca olvida. Todavía sueño con situaciones uruguayas. Aunque todo es muy surrealista. No hace mucho soñé que estaba en un partido de fútbol de Villa Española. Estaba en la cancha, en Montevideo, pero rodeado de mis amigos estadounidenses, que además detestan el fútbol. Un lío.
- Uno de los dramas de la inmigración es la separación familiar. En su caso, no pudo estar cuando fallecieron sus padres. De ahí surgió Todo lo que ha sido para siempre solo una vez, un texto hasta ahora inédito. ¿Qué puede decir de ese libro?
- Que es una especie de elegía. Yo no sabía cómo manejar que te llamen por teléfono y te digan que se murió tu padre. No sabía cómo expresar ese sentimiento nuevo, esa impotencia frente al vacío. La poesía me salvó. Me salvó la metafísica absoluta de las cosas invisibles, de las ausencias, de los sentimientos. Los ruidos quieren quedarse hasta poder, digo en un verso. Surge de cuando me llamó mi madre para decirme lo de mi padre. Eran las 2 de la tarde y en mi casa en Estados Unidos había un silencio imponente. Y esa llamada y esa noticia fue un estruendo espantoso en aquella calma como de siesta de la ciudad de Houston.
- En el prólogo de la antología La imaginación invisible se dice que usted define su estilo poético como Barrococó (Barroco y Rococó). ¿Puede explicarlo?
- La verdad es que surgió de una conversación con Enrique Estrázulas. Él fue el primer escritor uruguayo que me prestó atención. Me dijo: lo tuyo es Barroco, Eduardo, pero un Barroco de iglesia. Después me explicó que era un Barroco de iglesia porque, según él, no era arbitrario, estaba hecho a partir de la fe. Y lo de Rococó se lo agregué yo, porque es un estilo muy desprestigiado y quería reivindicarlo. Creo que nos impulsó a todos a la modernidad.
- ¿Qué es la poesía para Eduardo Espina?
- Para mí es el lenguaje de Dios. Y es también una plegaria: inútil pero verdadera, inevitable. Hoy la poesía creo que pasa mucho por la oralidad. Es el lector joven el que más la defiende en un mundo que le ofrece todo digerido, todo artificial. La poesía te genera un estado de ánimo que excede a la comprensión racional de lo que se está leyendo. La poesía te saca de tu cárcel mental, te libera. Esa es la magia.
* Fotografía principal M.I. Hiriart - El Observador